Aressea

Furia y desesperación.

Aristella.

Dos hombres se enfrentan a cuerpo y espada en un descampado, mientras una tormenta furiosa cae sobre ellos. Empapados, sus golpes de espada resuenan en el aire, sin emitir palabra alguna; las armas hablan por sí solas, llenas de furia y desesperación. Un pequeño niño pasa corriendo y gritando:

—¡Padre!

La voz agonizante del niño hace que el hombre de cabellos oscuros se gire hacia él. Por primera vez, los ojos del padre reflejan miedo. Vuelve al combate mientras grita:

—¡Aléjate de aquí! ¡Corre!

El otro hombre, de cabello plateado, fija su mirada en el pequeño y ríe con una malicia aterradora. El padre, desesperado, pone todas sus fuerzas en captar la atención del enemigo, haciéndole un corte en el brazo. Este grita con odio:

—¡No podrás protegerle! ¡Debe morir!

La furia del padre se incrementa, sus ojos verdes se encienden y de él mana una luz brillante. El hombre de cabello plateado retrocede, tira la espada y se arrodilla:

—¡No lo hagas! ¡Por favor! sé que lo ves como traición, pero lo hago por tu bien. ¡Sabes que por él puedes ir a la horca! La gente teme lo desconocido, está aterrorizada y te blasfema. Entra en razón, ¡Por algo tu esposa le abandonó!

Un trueno cae en el campo, encendiendo la hierba y rodeándolos con fuego abrasador.

—¡No digas tonterías, Edmond! ¡Es mi hijo! Mataré a quien se le acerque, aunque eso provoque la guerra.

—¿Al rey también? ¿Te rebelarás contra una nación? ¿Crees que por ser el gobernante de Aressea no te harán nada? ¡Tu deber es servir al rey, por muy gobernante que seas! ¡Naseria es nuestro país, juraste lealtad!

El hombre de cabello oscuro suelta una carcajada irónica:

—¿Lealtad? Nos echaron por ser diferentes, y ahora nos ven como armas. Tú juraste lealtad, yo no juré nada. Protegeré a mi familia, y eso incluye a mi hijo. Mataré a quien sea, incluso al rey si hace falta. Así que sal de mi camino.

Miro alrededor, el fuego consume solo la parte donde están ellos, sin acercarse al pequeño que está unos pasos atrás. Entonces, el niño corre hacia su padre llamándolo desesperado, y es cuando ocurre la tragedia. El padre se da la vuelta y Edmond aprovecha para clavarle la espada. Su cuerpo es atravesado por el abdomen, las llamas gritan y se descontrolan, ardiendo por todo el campo. Los ojos del padre, como esmeraldas brillantes, piden perdón al pequeño que llora desconsolado de rodillas, sin poder pasar por las llamas. Antes de caer rendido, coge su espada:

—Aquí perecemos los dos.

Sin más palabras, entierra la espada en Edmond. Este ríe mientras sangra y con voz ronca se dirige al pequeño:

—Recuerda estas palabras, todos los de tu alrededor morirán. Eres la desgracia de Aressea.

El padre del niño saca la espada y vuelve a clavársela, esta vez Edmond cae yaciente.

Pequeño, mírame. No hagas caso a sus palabras, él no te conoce como yo. No es tu culpa, por favor vive. Y perdóname, nunca olvides que tu padre te ama. Ahora corre.

Las llamas se juntan, creando un camino por el que el pequeño corre. Grita y cae varias veces, pero sigue sin mirar atrás, obedeciendo las palabras de su padre, menos una.

Despierto de golpe, con un grito atascado en la garganta y lágrimas desbordando mis ojos. Una sensación de angustia y culpabilidad me invade, como si cargara con el peso de un misterio sin resolver. Mi corazón se encoge ante la sombría escena que se dibuja en mi mente y las lágrimas no cesan de caer. Me incorporo temblorosa y me apoyo en la pared, intentando contener el llanto desconsolado. De repente, un suspiro rompe el silencio del cuartucho.

—Perdón si te he despertado.

Mis palabras salen entrecortadas entre sollozos.

—Deja de llorar.

Sonrío irónicamente ante la idea de detener el mar de lágrimas con solo un comando verbal. Ignoro su petición y continúo llorando mientras escucho el tintineo de las cadenas de su presencia. Trato de enfocar su rostro en la penumbra provocada por la débil luz de la luna que se cuela por la ventana, pero es en vano.

—¿Has tenido una pesadilla? —pregunta con curiosidad.

Asiento, incapaz de articular palabra.

—¿Quieres hablar de ello?

Niego con la cabeza, incapaz de compartir el tormento que me persigue en sueños.

—¿Entonces, cómo hago para que dejes de llorar? Necesito dormir, y tu llanto no ayuda.

Respiro hondo para contestarle entre sollozos.

—Distráeme, háblame de cualquier cosa que no sea triste.

Un incómodo silencio se cierne entre nosotros.

—¿Algo que no sea triste? —pregunta en tono desafiante, sus ojos brillando en la oscuridad.

Aguardo expectante y le observo, discerniendo el brillo de sus ojos en la penumbra. Puedo casi imaginar su ceño fruncido. ¿Le resulta tan complicado hablar de nimiedades?

—Si prosigues así, me deshidrataré antes.

—¿Dejarías de llorar entonces? Si ese es el caso, esperaré.

Exhalo con exasperación y las lágrimas brotan con más fuerza. Él, visiblemente frustrado, se acerca un poco más.

—Vale, vale, lo he entendido. ¿Qué quieres saber? —se rinde finalmente, dispuesto a sacarme de mi tristeza a toda costa.

Digo lo primero que se me ocurre.

Tu nombre, ¿cómo te llamas? —pregunto con un dejo de intriga.

Él se queda en silencio por un instante, al ver cómo intento fingir un llanto más intenso, responde apresuradamente.

—Daniel, me llamo Daniel.

—¿Puedo llamarte Dan?

—No.

—Perfecto, Dan. ¿De dónde eres? —insisto, buscando un poco de luz en su misterioso ser.




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