Aressea

Entre humo y llamas.

Aristella.

El humo se arremolina en el cuarto, un velo gris que parece absorber la luz. Sus pasos resuenan firmes, decididos, mientras se acercan a mí. Con movimientos precisos, se agacha y comienza a desatar las cadenas que tienen mis pies prisioneros.En mi mente, me preparo para el momento crucial en que sus manos liberarán mis muñecas.Cuando su mano se desliza por mi cintura, un escalofrío intenso recorre mi cuerpo, como si una corriente eléctrica me atravesara. Sin previo aviso, me desata de las muñecas, y mis brazos caen pesadamente a los lados. Me baja lentamente, y en el instante en que mis pies tocan el suelo, punzadas de dolor me atraviesan las piernas, recordándome la tortura a la que he estado sometida.

No sé si podré aguantar mucho —mi voz sale entrecortada.

Tranquila, saldremos pronto —me dice, su voz resuena con una seguridad que me sorprende y me envuelve.

Pero el eco de pasos se acerca, inconfundible, como un reloj de arena que apura su curso. De repente, recuerdo su herida y un escalofrío de miedo me recorre la espalda. Me alejo un poco, pero él me aprieta contra su pecho.Mis ojos se clavan en su herida; ya no sangra, pero el vestigio del veneno aún repta por su piel.

A mí tampoco me queda mucho tiempo, Aristella, así que colabora y no te muevas —su tono es bajo, pero la urgencia brilla en sus ojos.

Vuelve a ceñirme contra él y comenzamos a andar, cada paso a través del humo es una mezcla de incertidumbre y espanto. Yo busco a mi alrededor, desesperada por encontrar un arma, algo que pueda ayudarlo, algo que pueda poner fin a esta pesadilla. Pero el cuarto, oscuro y enigmático, no ofrece más que sombras que se deslizan en silencio, burlándose de mi impotencia. Los pasos se acercan más, y cada latido en mi pecho resuena con el miedo a lo que está por venir. El tiempo se agota.

Necesito un arma.

—¿Para qué?

—Para ayudarte.

—Mejor procura seguir respirando.

No me quedo conforme con su respuesta, pero ya es tarde: a mitad del pasillo nos esperan filas de soldados armados, sus miradas frías como acero. Mi cuerpo se tensa y él parece notarlo. Alzo mis ojos y lo veo; su mandíbula se endurece, y sus ojos penetrantes miran sin piedad, como dos yelmos oscuros. Un escalofrío recorre mi espalda.Sus ojos se encienden de una manera sobrenatural, y noto cómo su pecho comienza a temblar. En un instante, el aire a su alrededor se distorsiona; humo negro empieza a emerger de él, oscureciendo el pasillo. El humo se espesa, formando un torbellino inquietante que amenazadoramente se convierte en llamas. Mi boca se abre en un grito ahogado ante lo que está sucediendo, incapaz de comprender lo que mis ojos ven.Las llamas nos rodean sin quemarnos, como un muro ardiente de protección. Los soldados retroceden, mirándonos con terror, y en ese momento, uno de ellos se abalanza hacia nosotros, pero en un parpadeo queda carbonizado en el instante. Sus gritos de dolor resuenan como ecos en mi mente, haciendo que la sangre se me congele. Todo en él se quema, menos la espada, que queda a escasos centímetros de mis pies. Su mano se mueve rápidamente, con una determinación que corta la tensión en el aire, y con un pie arrastra la espada hacia sí, agachándose para recogerla.

Aquí tienes —dice, mientras la luz de las llamas danza a su alrededor, proyectando sombras que parecen cobrar vida.

Me entrega la espada con una sonrisa de orgullo que destila tanto aliento como presagio. Aprecio el peso del metal frío en mi mano, pero mis palabras se ahogan en el aire tenso. Nadie en el pasillo se atreve a acercarse; el miedo es palpable y nos empuja a avanzar, atravesando cuerpos estáticos que parecen sombras petrificadas. Finalmente, conseguimos salir del palacio y el aire exterior es un susurro de libertad, pero la amenaza sigue al acecho.Ante nosotros, una oleada de hombres aguarda, listos para devorarnos. Aferro mi mano contra la empuñadura de la espada, sintiendo una chispa de determinación, aunque las llamas de Daniel flaquean, su luz titilante traicionando la fatiga que lo consume. De repente, una voz inquietante resuena desde las sombras:

—¡Que no escapen!

No me atrevo a mirar hacia atrás, pero lo sé, lo siento en cada fibra de mi ser: el rey ha salido a verificar mi muerte. La desesperación se cierne sobre nosotros como una tormenta oscura, los soldados vienen en manada, ansiosos por cumplir la orden. Me alejo un poco de Daniel, sintiendo su mirada cargada de reproche, una súplica silenciosa en sus ojos. El caos estalla a nuestro alrededor. Algunos de los soldados caen, carbonizados por la furia de Dan; otros logran forzar su paso, rompiendo las líneas de defensa que intentamos mantener. Es cuestión de minutos, solo minutos antes de que ellos comprendan que su poder está debilitándose.Con un grito que resuena como un trueno, muevo la espada, cada golpe una lucha contra la oscuridad que amenaza con envolvernos. La adrenalina se dispara; las chispas vuelan con cada impacto, la astucia de los enemigos choca contra la energía desesperada que nos empuja a sobrevivir. Me giro de espaldas, con la espada en alto, dispuesta a enfrentar el despliegue de carne y acero que se acerca.

Yo me encargo de este lado —declaro, la voz firme y decidida, aunque el pánico burbujea bajo la superficie. No hay tiempo para dudar, no hay espacio para el miedo; esta es nuestra última oportunidad.

Las llamas crecen, danzando como serpientes voraces y devorando todo a su paso, el crujir de la madera ardiendo resuena en mis oídos mientras mi espada se mueve con firmeza, segando lo que se interpone entre mí y el caos. Al alzar la vista, me encuentro con la mirada del rey, un tribunal de furia y desprecio. Él está en un balcón, su expresión es un mar de ira, acompañado de su hermana y su hija, imágenes congeladas de horror. Su seguridad, sin embargo, se ve cuestionada por Klaus, quien me observa desde un rincón, atónito, como si estuviera inmerso en un sueño del que no puede despertar. Una sonrisa se dibuja en mi rostro, aunque soy consciente de la vulnerabilidad que me envuelve; un duelo contra ellos sería una locura en este instante.De repente, un tirón en mi brazo me hace girar la cabeza: es Daniel. Su mirada es intensa, cargada de urgencia.




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