Todos expresaban su alegría; su lord estaba en casa. Las risas resonaban en la sala, mientras algunos hablaban sobre los años que habían pasado en su ausencia. Pero otros, en un rincón sombrío, no apartaban sus miradas de mí. Sentía el peso de su escrutinio, como si sus ojos perforaran mi ser. Sin poder soportar más, salí de la sala sin pronunciar una sola palabra.Todavía en estado de shock, mis piernas, temblorosas y desobedientes, apenas lograban llevarme hacia la habitación. Una vez dentro, cerré la puerta con un golpe sordo. Mi corazón palpitaba frenético, un tambor incesante que parecía resonar en mis oídos, y mi mente se desbordaba con pensamientos incontrolables sobre lo que había sucedido. ¿Daniel es un Grace? Esa pregunta se repetía en un eco sin fin,Tragué saliva, sintiendo cómo miles de recuerdos olvidados de mi vida pasada chocar entre ellos como oleadas en una tormenta. Recordé la primera vez que oí hablar de los Grace: susurros en la oscuridad, advertencias que calaban hondo. Supe de ellos por el mayordomo, quien, en un murmullo temeroso, los llamaba los asesinos de Naseria.La familia Grace había sido expulsada de Naseria por ser diferente, considerados como una amenaza cuando se negaron a acatar las órdenes de convertirse en los temidos moledores del rey. Recorría mi mente la imagen de la caballería de la espada negra, esos jíbaros de la muerte a quienes los ciudadanos temían y respetaban, súbditos del rey que se encargaban de los trabajos más oscuros. El verdadero poder detrás de la espada negra no era solo el rey, sino Gante Grace, quien manejaba los hilos hasta que su sucesor lo sucedió, y así sucesivamente, hasta llegar al último de su linaje: Lucas Grace. Pero sus motivos permanecían en la penumbra, como un secreto sin resolver. Lucas desató una guerra que desgarró la tierra, miles de almas perdieron la vida y Naseria se partió en dos, creando un abismo entre los ciudadanos normales y aquellos considerados diferentes.Así nació Aressea, la tierra de los desterrados, donde aquellos que tenían el cabello oscuro, iris de dualidad, o cualquier indicio de poder eran arrojados. La familia Grace se erigió entonces en su propio ducado, uno temido y respetado, pero también envuelto en un manto de misterio, un enigma que me acechaba en cada rincón de mi mente.Salgo de mi trance, bruscamente despertada por dos golpes secos en la puerta. Mi cuerpo se tensa ante la posibilidad de que sea él. Sin embargo, mis sospechas se disipan cuando una mujer con un uniforme de mucama negro y rojo entra, cargando ropa bien doblada en sus manos.
—Disculpe, señorita —dice con una voz suave y medida—, le traigo ropa para que pueda cambiarse. ¿Sus heridas están mejor?
Cruzando la habitación, deja la ropa cuidadosamente en el sofá, como si cada movimiento estuviese planeado al milímetro. Me observa, como esperando una respuesta que, en el fondo, temo dar.
—Sí, gracias —respondo, sonriendo levemente, aunque una extraña inquietud recorre mi cuerpo.
La mucama hace una breve reverencia antes de marcharse, sus pasos resonando en el pasillo con un eco inquietante. Al agarrar la ropa, una sensación de desasosiego me envuelve. Hay un pantalón y una camiseta negra, una capa morada que parece vibrar a la luz tenue y unas botas de cuero.Me quito el camisón con cierta torpeza y me acerco al espejo del tocador. Al observar mi abdomen y pierna vendados, cierro los ojos, sintiendo cómo el pasado se cierne sobre mí. Paso la mano suavemente por el abdomen, pequeñas punzadas me advierten que aún no estoy del todo bien. Una vez vestida, salgo de la habitación, impulsada por un impulso irracional: la necesidad de descubrir quién soy realmente. La inquietud se apodera de mí mientras cruzo la entrada. La mansión tiene un aire opresor, como si estuviera atrapada en un laberinto de secretos.Frente a mí se alza un portón gris cerrado, vigilado por dos guardias que parecen más figuras en una pintura que hombres de carne y hueso. Al notarme, sus miradas se endurecen, y un agudo sentido de peligro se implanta en mi mente. No me dejarán salir sin órdenes de él. La tensión en el aire es palpable, como si la mansión misma contuviera la respiración.
—¡Vuelva a dentro! —grita uno de ellos, extendiendo la mano en un gesto autoritario
—No podemos dejarla salir. Por favor, colabore.
Pero mis pasos no se detienen. Estoy a escasos centímetros de la barrera que me separa de la libertad, y en mi pecho late un corazón que sabe que la verdad está a la vuelta de la esquina.
—No soy una reclusa; debo irme.
Los hombres intercambian miradas, y la incomodidad en sus rostros se transforma en una severa determinación.
—Son órdenes de mi Lord.
Aprieto los labios, una oleada de furia burbujea en mi interior. ¿Cree que puede retenerme como prisionera? Deseo salir de aquí, y la idea de que cualquier minuto extra que pase en este lugar me enciende aún más. ¡Estúpido engreído!
—¿Acaba de insultar a nuestro Lord?
La voz del otro guardia hace que mis pensamientos se detengan en seco. ¿Lo escuchó? El pánico se asienta en mi pecho, pero decido no retroceder.
—Le he hecho una pregunta —musita, su mirada penetrante como un puñal—. ¿Cómo se atreve a insultarle en nuestra presencia?
Las expresiones de los guardias confirman mi temor: he blasfemado contra Daniel en voz alta. Pero no me disculpo. No puedo. Lo que digo es verdad.
—Así es; vuestro Lord es un patán y todo lo peor. ¿Cómo se atreve a negarme la salida? ¿Acaso soy su prisionera? Vuestro Lord está vivo por mí, y así me lo paga. ¡Es absurdo!
La tensión se corta en el aire que nos rodea. Los guardias aprietan la mandíbula y sus espadas se dirigen hacia mí, el metal brillante brillando ominosamente bajo la tenue luz. ¿En serio? La rabia brota de ellos, y su voz se tiñe de ira.
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Editado: 08.11.2024