Aristella.
—Gracias —musito a mi misterioso compañero mientras su mirada se pierde en la multitud.
Él asiente y se sienta a mi lado, observando a las personas que bailan con una sonrisa que parece fuera de lugar en medio del peligro que acecha.
—¿Sabes bailar? —pregunto, mi voz ahora más calmada y llena de curiosidad.
El hombre me mira, pero no puedo ver sus ojos; algo en su capucha lo oculta. Niega con la cabeza en silencio y vuelve a dirigir su atención hacia la danza, como si el brillo de las luces lo hipnotizara.
—Por cierto, ¿cómo te llamas? —insisto, esperando que esta vez su respuesta no sea el silencio. Pero de nuevo, se queda callado.
—Bueno, si no quieres decirme tu nombre, lo comprendo. Gracias de todos modos. Aunque… ¿de verdad ibas a enfrentarte a esa cosa? Eso no es valiente, es estúpido. Si vuelves a encontrar a una bestia semejante, corre sin mirar atrás —mi voz adopta un tono de advertencia, como si estuviera reprimiendo a un niño que está a punto de tocar el fuego.
Él solo me mira, y de pronto, puedo escuchar una leve risa que proviene de su garganta. No puedo evitar apuntarle con el dedo, exigiendo una respuesta. Esta vez, él levanta las manos en señal de paz y asiente, mostrándose más dispuesto a escuchar. Me quedo un poco más tranquila y vuelvo a mirar a la multitud, aunque la tensión sigue flotando en el aire.De repente, algo más llama mi atención: unas manzanas caramelizadas que un señor de mediana edad está repartiendo, brillando y prometiendo dulzura.
—¡Oh, me encantan las manzanas! —exclamo, mientras un brillo de emoción ilumina mi rostro.Sin esperar su respuesta, le agarro la mano y lo llevo directamente hacia el mercado, bajando con cuidado del tejado por las escaleras de atrás, asegurándonos de que el lobo no esté al acecho. El aire de la noche tiene una extraña dulzura, pero la tensión sigue flotando en el ambiente. Una vez abajo, voy corriendo hacia las manzanas caramelizadas. El señor que las vende me mira con una sonrisa cálida, y al acercarme, me ofrece una.
—¡Oh! —exclamo al darme cuenta de que no tengo dinero y me echo hacia atrás un poco, sintiendo un ligero rubor en mis mejillas—. Lo siento, no tengo dinero.
El hombre me observa dulcemente, como si pudiera leer mis pensamientos. Con un gesto amable, agarra mi mano y coloca la manzana en ella.
—Hoy es un día de celebración. Invita la casa —me dice, como si la noche tuviera un toque mágico.
—Muchas gracias —respondo, mirando al joven que me acompaña, quien se ha quedado un poco más alejado, observando los alrededores, con una mezcla de curiosidad y alerta.
—Ten otra para tu amigo —el hombre añade, ofreciéndome otra manzana.
—¡Muchas gracias, señor! —mi voz se llena de gratitud mientras recojo la segunda fruta.
Con una sonrisa, me alejo del puesto y me acerco al chico que ahora está apoyado en la pared, su figura enmarcada por las luces parpadeantes del festival.
—Toma, una es para ti —le digo, extendiendo la manzana hacia él.
Sé que está mirando la fruta, pero no la agarra. Con un ligero toque de complicidad, hago lo mismo que hizo el señor conmigo; le coloco la manzana en su mano, un gesto que se siente más significativo de lo que parece.
—¿No sabes cómo se come? —pregunto con un tono juguetón—. Mira, solo hay que morderla.
Doy un leve mordisco a la manzana, sintiendo cómo el caramelo se funde en mi paladar, una explosión de dulzura que me hace sonreír.
—¡Santo cielo, está riquísima! Vamos, pruébala. No está envenenada —añado, intentando aliviar un poco la tensión que nos rodea.
Escucho otra leve risa de él mientras acerca la manzana a su boca. El sonido crujiente del caramelo al ser mordido me deja saber que finalmente se decidió a probarla. Sonrío de satisfacción al ver cómo muerde una vez más, mostrando gran asombro por el sabor. La manzana desaparece en un santiamén mientras yo sigo saboreando la mía.
—¿Te gustó? —pregunto con curiosidad, aunque rápidamente me doy cuenta de que él asiente, resignado a no dejar escapar palabra alguna. Decido dejar de interrogarlo y me dedico a observar a las personas a nuestro alrededor.
Una ráfaga de viento atraviesa el ambiente, haciendo que nuestros gorros se echen hacia atrás y dejando nuestros rostros al descubierto. Dirijo la vista hacia el joven, quedándome asombrada. Lleva puesto un antifaz de tela verde oscura que cubre sus ojos, ocultando cualquier destello de ellos. Sin embargo, su mandíbula marcada, su tez morena y sus labios finos pero perfectamente esculpidos son difíciles de ignorar. Su cabello oscuro complementa esta extraña armonía, y su mirada permanece fija al frente, como si en sus pensamientos habita un secreto que no está dispuesto a revelar.Contengo las ganas de preguntarle el porqué del antifaz; si no me ha dicho su nombre, menos compartiría esto. Pero de repente, siento cómo su mano agarra la mía con firmeza. Me quedo un momento paralizada, observándolo con una mezcla de sorpresa y algo más profundo. Como si él sintiera mi tensión, hace un ademán con la cabeza hacia atrás. Al girarme, me doy cuenta de que hay unas cuantas personas observándonos, sus miradas cargadas de intriga y curiosidad.La atmósfera se torna densa; un ligero escalofrío me recorre al sentir que somos el centro de atención. Entonces, su voz resuena, como una suave melodía que corta el silencio.
—Es por tus ojos —me dice con calma, señalándome con un gesto, en medio de la confusión. Inmediatamente, coloco la mano debajo de mis ojos, dándome cuenta de que en este momento son verdes, pero no por mucho tiempo. La ansiedad comienza a crecer dentro de mí, como una bengala encendida. Salgo de mis pensamientos cuando él me empuja hacia adelante, y sin pensarlo, echamos a correr otra vez.
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Editado: 19.11.2024