Narrador.
Todo el palacio está sumido en la quietud de la noche, como si el tiempo mismo se hubiera detenido. En los aposentos de su majestad, el rey Edward está solo, sentado en el borde de la cama. En sus manos, sostiene una fotografía de una mujer, cuya sonrisa radiante parece invadir el espacio con un calor que ahora se siente lejano. Sus ojos, fijados en la imagen, se empañan por un instante. Un suspiro escapa de sus labios, un suspiro que suena a despedida, a recuerdos que no se pueden volver a alcanzar.
—Podríamos haber hecho tantas cosas —murmura, sus palabras suspendidas en el aire como una sombra que no puede dejar de perseguirlo. De pronto, dos ligeros golpecitos en la puerta lo arrancan de sus pensamientos. Se recompone al instante, su expresión se endurece, y la melancolía desaparece de su rostro como si nunca hubiera estado allí.
—Adelante.—Su voz, fría y segura, no deja rastro de lo que acaba de ser.
La puerta se abre lentamente, y Klaus, su caballero más leal, aparece en el umbral. Sus pasos son firmes, pero hay algo en su porte que delata la tensión que lleva consigo. Al llegar frente al rey, se inclina en una reverencia y, al hacerlo, su mirada esquiva revela más de lo que pretende.
—Mi rey, le traigo noticias.—La voz de Klaus es baja, medida, como si estuviera cuidando cada palabra. Un susurro apenas audible, como si temiera que alguien estuviera escuchando, aunque el palacio parece estar completamente vacío.
—Espero que sean buenas. — La respuesta del rey es casi automática, su tono impasible. Se levanta con movimientos calculados y se dirige hacia un sofá de cuero azul oscuro, al que se acomoda sin prisa. Con un gesto, invita a Klaus a sentarse frente a él. El caballero lo hace, pero su inquietud es palpable. Traga saliva antes de hablar, como si lo que va a decir lo quemara por dentro.
—Depende de cómo lo vea usted, majestad.—La voz de Klaus se quiebra por un instante antes de recobrar algo de firmeza. —Hemos averiguado algunas cosas sobre el prisionero. La señorita Vayolet no tenía a cualquiera en esa torre. Me temo que debemos prepararnos para lo peor...
Hace una pausa, dejando que las palabras se asienten en el aire. Observa al rey, estudiando cada uno de sus gestos, pero el rostro de Edward sigue siendo impenetrable, como una máscara que no deja escapar ni una grieta. La tensión crece entre ellos, un silencio pesado se alza, y las palabras que siguen parecen resonar más fuerte de lo que deberían.
—¿Y qué significa eso, Klaus?—La pregunta del rey es cortante, como si estuviera esperando algo más. Algo peor.
Klaus, a pesar de su postura erguida, siente cómo su pecho se aprieta. La conversación avanza, pero el ambiente se vuelve cada vez más opresivo, como si las paredes de la habitación se acercaran lentamente, asfixiando a los dos hombres. La luz de las velas parpadea con cada palabra, como si el propio palacio se viera afectado por el peso de lo que se está revelando. Klaus, consciente de lo delicado de la situación, sigue hablando, a pesar del temor que le constriñe la garganta.
—El prisionero de la torre es un... Grace, señor, el gobernante de Aressea.
La revelación cae como un golpe sordo, y Edward se tensa al instante. La mandíbula del rey se aprieta con fuerza, y sus ojos se tornan más oscuros, más penetrantes. No es la ira lo que se refleja en su mirada, sino una preocupación profunda, como si algo dentro de él se hubiera quebrado. Klaus siente cómo su cuerpo se vuelve pesado, atrapado por el terror de lo que acaba de decir. Su respiración se vuelve más superficial mientras lucha por mantener la compostura.
—¿Y Aristella? —La voz del rey suena tensa, rota por la presión de una angustia cada vez más palpable. Su pregunta es casi un susurro, un suspiro de desesperación.
Klaus vacila, la verdad pesa sobre él como un yugo.
—Bueno... se dice que está en la mansión de él. Algunos aseguran que está bajo su cuidado, otros dicen que la tiene retenida... Pero nadie sabe la verdad con certeza. Si realmente se encuentra en Aressea y está únicamente en la mansión de Grace, entonces...—Klaus traga saliva, su voz se va apagando a medida que considera la implicación de sus propias palabras. — No podremos hacer nada.
Un silencio denso y mortal se extiende entre ellos. El aire se vuelve casi irrespirable. Edward permanece inmóvil, la expresión en su rostro una máscara de pura tensión. Es como si la vida misma hubiera detenido su curso. Pero de repente, el rey explota en un grito lleno de rabia, un rugido visceral que resuena en las paredes.
—¡Infamia!
La voz de Edward tiembla de furia, su cuerpo se sacude con la intensidad de la ira contenida.
—¡Soy el rey de Naseria! ¡Puedo hacer lo que me dé la gana!
La furia se apodera de él, pero en su mirada también hay algo más: una desesperación.
—Algo hará la recompensa que hemos publicado. El dinero atraerá a las personas de las ciudades y pueblos, se encargarán de la tarea. ¿Quién no haría lo que sea por una suma como esa?
Las palabras del rey parecen ser un intento de convencerse a sí mismo. Un último esfuerzo por mantener la ilusión de control, pero en el fondo, Edward sabe que Aristella, en este momento, está más allá de su alcance. La joven es intocable, un alma cautiva en la mansión de un enemigo al que no puede desafiar.El silencio cae nuevamente, más espeso que antes. La tensión entre ellos es palpable, casi insoportable. Klaus, sintiendo el peso de las palabras no dichas, espera con ansiedad. Cuando finalmente se calma Edward, su tono cambia, pero sigue cargado de inquietud.
—La otra noticia es... —Klaus duda por un momento, su garganta seca, pero al final logra continuar, temiendo lo que su próximo anuncio provocará. —Sandiel llegará mañana a palacio.
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Editado: 10.12.2024