Aressea

La nueva mucama

Aristella.

El canto de los pájaros se cuela en el aire, dejándome saber que ya ha amanecido... o está a punto de hacerlo, porque, sinceramente, ¿quién puede distinguir eso a estas horas? Lucho por no abrir los ojos, pero la verdad es que no he dormido ni un segundo. El cuerpo me duele como si hubiera pasado la noche levantando pesas... un pinchazo sutil en la garganta me ha estado acompañando todo el rato, sin cesar. Las puertas se abren con un estrépito que hace eco en la habitación, una voz grave pronuncia mi nombre con un aire de urgencia que no me interesa lo más mínimo.

—¡Arriba, despierta, bella durmiente! ¡Vamos!

La voz viene acompañada de palmadas que retumban en toda la estancia, como si intentara darme una lección de ritmo. Me cubro hasta la cabeza con las sábanas y suelto un gruñido tan profundo que ni yo misma me reconozco.

Puede gruñirme todo lo que quiera mientras se

levanta —responde con tono de superioridad.

Hace un intento por arrancarme las sábanas, pero antes de que logre su objetivo, un grito femenino lo detiene en seco.

¡Coronel! ¡¿Qué cree que está haciendo en la habitación de la joven dama?! ¡Qué falta de educación!

Una leve sonrisita se escapa de mis labios mientras le agradezco mentalmente a la desconocida que acaba de interrumpir tan oportunamente. Justo entonces, escucho el inconfundible carraspeo de Damián. Mi curiosidad me puede, así que me destapo solo hasta debajo de los ojos, lo justo para ver qué está pasando. Allí está él: camiseta y pantalón negros, su capa roja ondeando como un estandarte mientras la brisa se cuela por la ventana. Lleva el cabello oscuro recogido en una coleta, aunque algunos mechones rebeldes caen sobre su frente, como si el viento se hubiera encargado de desafiar todo intento de orden. Está junto a mí, y aunque su piel bronceada resalta, no puede ocultar el tono rosado que tiñe sus mejillas. Evita mirar a la chica de enfrente, que parece estar a punto de lanzar rayos con los ojos. Ella está vestida con el traje de mucama y tiene las manos en la cadera, mirándolo con una intensidad que podría freír huevos. Es baja, delgada, de piel blanca y ojos castaños, y por alguna razón, al lado de Damián se ve incluso más pequeña. La escena es tan absurda que no puedo evitar soltar una risa. Los ojos esmeraldas de Damián se clavan en mí, claramente culpándome por este alboroto. Me señala con el dedo y con tono autoritario, dice:

Te doy diez minutos para que bajes.

Sin más, se marcha de la habitación con la cabeza agachada, evitando a toda costa mirar a la chica. Ella suspira y me lanza una mirada fulminante que, sorprendentemente, se suaviza en una sonrisa de oreja a oreja.

Perdón por entrar sin su permiso —dice, con un aire de absoluto desparpajo—. Me llamo Sara. A partir de hoy, seré su sirvienta personal. Pídame lo que quiera. Estoy aquí para servirla y ayudarla, por orden de mi lord.

Me incorporo, esbozando una sonrisa igualmente amplia.

Un placer, Sara. Soy Aristella. Y... gracias por echar al coronel de aquí.

Sara suelta una risa y asiente con la misma firmeza que antes.

No se preocupe, lo echaré siempre que usted quiera.

Su tono tan seguro me hace reír un poco más. Justo entonces, un pequeño dolor de garganta se me hace presente. Antes de que pueda reaccionar, Sara se acerca con una mirada preocupada.

—¿Está bien? —pregunta, casi como si pudiera leer mi mente y se hubiera dado cuenta de mi malestar.

La garganta... ayer estuve demasiado tiempo bajo la lluvia.

Veo cómo su mirada vacila, la pregunta a punto de salir, pero se contiene. En lugar de interrogarme, se aleja hacia el baño, y pronto regresa con un medicamento en la mano. Me sirve un vaso de agua de la jarra que hay en la mesita de noche y me lo ofrece, con gesto serio pero cuidadoso.

Tómese esto, es un antiinflamatorio.

Asiento en silencio, aceptando el vaso y trago el medicamento sin decir nada. Mientras me lo bebo, ella regresa al baño y el sonido del agua cayendo de la ducha me envuelve. Me levanto al instante, no puedo quedarme ahí esperando como una espectadora.

Puedo ducharme sola, no tienes que prepararme nada... gracias.

Ella se detiene por un momento, arruga el entrecejo, y da algunos pasos hacia mí, como si dudara, pero finalmente se acerca con una expresión que no puedo leer del todo. Su tono es firme, pero hay algo en su voz que revela más que solo profesionalismo.

A partir de ahora, le prepararé el baño, la ayudaré a peinarse, arreglaré sus aposentos... haré todo lo que usted mande o necesite. Es mi trabajo, me pagan por ello. Si no lo hiciera, me quedaría sin comer... ¿usted quiere eso?

La miro, un nudo se forma en mi garganta, pero consigo negar con la cabeza. No puedo decirle que sí, no quiero que se quede sin trabajo.Sara sonríe, y sigue con su labor.

Perfecto, pues manos a la obra.

Suspirando, dejo que lo haga. A veces, es más fácil ceder. Es extraño, tener a alguien que lo haga todo por ti, pero no quiero que pierda su empleo por mi orgullo. Sara termina de llenar la bañera y, con una suavidad inesperada, se acerca para ayudarme a quitarme el camisón. En el instante en que dejo caer la prenda, siento sus ojos sobre mí. Al principio no entiendo la expresión en su rostro, pero luego veo lo que me está mirando: cada cicatriz, cada marca que mis hombros, mis brazos, mi espalda, ocultan. El dolor de esas cicatrices, tan lejanas en el tiempo pero tan presentes en la piel, parece invadir la habitación. Sus ojos se humedecen, rojos de contener las lágrimas. Al parecer tiene demasiada empatía. Suspiro, no por la incomodidad del momento, sino por la tristeza que se arremolina dentro de mí.




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