Aressea

Descontrol.

Aristella.

Llego a la zona de entrenamiento jadeando, el sudor empapando mi camiseta mientras veía las quince filas de personas que realizaban flexiones en perfecta sincronía. El coronel, implacable, caminaba entre las filas con las manos detrás de la espalda, observando cada movimiento con una mirada penetrante. Su mirada se detuvo en mí, y, sin decir palabra, hizo un gesto seco con la mano, indicándome que me uniera al grupo.Camino hacia la segunda fila y me puse en posición para las flexiones. El joven a mi lado me lanzó una mirada rápida, seguido de una sonrisa apenas disimulada.

Vamos por el número veinte —me dice en voz baja, como si no quisiera que el coronel lo escuchara.

Asentí sin responder y comencé a contar en mi mente desde cero, mientras mis músculos ya comenzaban a arder por el esfuerzo. El calor del entrenamiento se volvía cada vez más insoportable, y el sudor me caía por la frente. Después de lo que pareció una eternidad, el coronel finalmente gritó, rompiendo el silencio tenso que se había instaurado en el campo.

—¡Erguidos!

Nos levantamos todos al unísono, las piernas temblorosas, la respiración agitada. Cada uno esperando en una quietud total, como si la siguiente orden pudiera llegar en cualquier momento.

Como podéis notar —su voz cortó el aire, firme y calculadora—, tenéis una compañera nueva, que ha llegado tarde, pero eso lo hablaremos después. Señorita… preséntese.

Sentí todas las miradas clavadas en mí, como dagas. Mis mejillas se encendieron, y, a pesar de mi esfuerzo por mantener la calma, mi pulso se aceleró. Respiré hondo, me recompuse y, con voz más firme de lo que sentía, respondí.

Buenos días, me llamo Aristella, es un placer conocerlos.

El eco de “Buenos días” resonó al unísono entre mis compañeros. Algunos sonrieron, otros apenas movieron los labios, pero todos observaban. Los murmullos comenzaron a levantarse, como una ola que amenazaba con estallar. “Es una prófuga”, escuché por detrás, la voz cargada de desdén. Antes de que pudiera reaccionar, otra voz la calló abruptamente.No me giro. Ignoro los comentarios, el veneno que se filtraba entre sus palabras. El coronel no mostró ni una pizca de interés en el revuelo, como si nada sucediera. Sin que la tensión se disipara, Damián, al frente, dio la siguiente orden.

—¡A correr! ¡Diez vueltas por el campo!

Nos alineamos en fila, todos en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Siento el pie de alguien chocar con el mío. Caigo de bruces al suelo por la zancadilla. Algunos se ríen entre dientes, mientras otros siguen corriendo sin perder el paso. El dueño de la zancadilla me observa desde arriba con una sonrisa burlona. Es un tipo rubio, de facciones fuertes, con la arrogancia grabada en la cara. No lleva camiseta, solo un pantalón verde oscuro, como si pensara que su torso desnudo fuera algo digno de admiración.

Perdón, no te vi —dice, con un tono falso de disculpa.

Hace un amago de agacharse para ayudarme, pero me levanto solo, sin su ayuda, y lo miro fijamente, desafiándole.

Creía que la época de ser idiotas se quedaba en el colegio, pero parece que tú te quedaste allí —le suelto, sin pestañear—. La falta de madurez salta a la vista.

Su sonrisa se congela brevemente, pero enseguida la recobra, aunque forzada. Los ojos se le clavan en los míos, y en un susurro venenoso me habla:

Es tu fin, naseriana. De eso me encargaré yo.

Con esas palabras, se da la vuelta y se une a su grupito, que ya ha continuado su carrera. Yo, sacudiéndome la arena de las rodillas, comienzo a correr de nuevo, cuando noto a alguien acercándose por mi lado.

No le hagas caso, Eidan es un imbécil, lo lleva en el ADN —dice una voz confiada, al mismo tiempo que el chico se pone a mi lado.

Lo miro de reojo. Es pelirrojo, un rojo tan oscuro que brilla bajo el sol. Sus ojos, una mezcla inquietante de rojo y negro, no tienen nada de tímidos. Me sonríe, mostrando una hilera de dientes perfectamente alineados y blancos. Tiene un buen rostro, pero es el tipo de sonrisa que deja claro que no se anda con rodeos.Se acerca un poco más, y sin previo aviso, extiende la mano.

Me llamo Eziel. Espero que podamos llevarnos bien —dice, con una calma.

—Un placer, Eziel. Lo mismo digo —respondo, estrechándole la mano, sintiendo que algo en él me llama la atención.

Seguimos corriendo. Eziel no pierde tiempo y empieza a contarme historias de sus entrenamientos, de sus costumbres tribales, mientras su voz se pierde entre los sonidos del grupo. Tiene veintiún años, y su mirada brilla con un objetivo claro: ser como Damián. Terminamos de correr y nos acercamos al lugar donde está el coronel, con varias espadas de madera dispuestas sobre el suelo. El circuito está preparado, como siempre, para poner a prueba nuestros límites. Varios tablones de madera se encuentran alineados, uno más alto que el otro, clavados en la pared. Al parecer, hay que ir saltando de uno a otro sin caerse. Luego, un gran tablón lleno de bolas que caen de un mecanismo, lanzándolas de arriba hacia abajo con una furia impredecible. Hay que atravesarlo sin ser golpeado. Después de eso, un palo giratorio con pinchos afilados lo bloquea todo. Tienes que esquivarlo sin que te corte. Y al final de la tortura, debes tomar una espada y enfrentarte al primer maldito que pase, el que gane se enfrenta al siguiente, y así sucesivamente hasta que todos hayan entrenado. Es el mismo circuito de siempre. Damián, con su rostro inexpresivo, da las instrucciones con voz firme, sin que nadie se atreva a contradecirlo. Nos alineamos en fila, el aire tenso entre nosotros. Poco a poco, los demás van pasando. Algunos caen, otros se clavan los pinchos en la carne, algunos quedan colgando de los tablones, otros son lanzados por las bolas con tal fuerza que casi parecen quedar noqueados. Los que pasan sin consecuencias son una minoría, pero el resto… es como un campo de batalla.Es mi turno. Me concentro, escucho mi respiración y avanzo. Paso por los tablones sin dificultad, calculo el movimiento de las bolas y las evito con rapidez, hasta que llego a los pinchos. Siento el zumbido del aire al girar y los veo rotar más rápido de lo que esperaba. Mi corazón late con fuerza, pero no puedo dejarme llevar por el pánico. Trago saliva y me concentro. Cuando intento pasar, uno de los pinchos rota hacia el lado contrario de lo que había calculado. Mi instinto me avisa, pero es demasiado tarde. La punta de uno de los pinchos rasga mi ropa, y otro me corta el hombro con un dolor punzante. Salgo de ahí como puedo, tambaleándome, el corazón latiendo con fuerza en mis oídos. Mis ojos se clavan en el grupo donde están todos. Damián me mira, su rostro marcado por la preocupación y la incertidumbre, lanzando rápidas miradas a sus discípulos, buscando entender qué ha pasado. Pero no necesito mirar mucho más. Mis ojos encuentran a Eidan, y en ese instante, el mundo parece detenerse. Sus ojos chispean con un brillo sutil, una burla apenas contenida.La rabia me quema las entrañas. Sin pensarlo dos veces, avanzo hacia él como un torbellino, agarrando una espada de madera al paso. Él lo ve venir. Se mueve rápido, toma otra espada, y adopta una postura defensiva. Pero yo no pienso esperar. Alzo mi espada con furia, y cuando bloquea mi golpe, aprovecho el momento: con mi mano libre, le asesto un golpe seco en el estómago. Eidan jadea y se tambalea, pero no me detengo. No quiero detenerme. Le golpeo de nuevo, y otra vez, hasta que cae al suelo. Su espada rueda lejos, y en un movimiento feroz, la aparto con el pie. Me lanzo sobre él, inmovilizándolo, y comienzo a golpearlo sin piedad: la cara, el costado, donde sea que mi furia me lleve. La sangre comienza a teñir su rostro, pero eso no me detiene. No puedo parar.De pronto, unas manos fuertes me agarran por detrás y me tiran hacia atrás.




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