Aressea

Entre el hambre y el orgullo.

Aristella.

Después de tomar un baño reparador, que me preparé yo misma, bajo a la cocina con las tripas rugiéndome de hambre. Pero claro, la rabia no me deja ni pensar en comer. Suspiro pesadamente y me dejo caer en la butaca, derrotada. Isi está cocinando junto a algunas personas más, el aroma que sale de las ollas es absolutamente delicioso, pero ni eso logra calmarme. Se gira hacia mí con su mirada dulce, como si no tuviera ni una sola preocupación en el mundo.

—¿Qué es lo que le pasa, jovencita? Tiene cara de mala leche —me dice con una pequeña risita que no sé si me irrita más o me hace sentir comprendida.

Otro suspiro, más resignado, y comienzo a contarle todo lo que ha pasado en el entrenamiento. Las palabras salen atropelladas, llenas de la rabia acumulada por las provocaciones del idiota de turno. A medida que hablo, su expresión se va transformando: cejas fruncidas, labios apretados, algún que otro bufido de desaprobación. Su cara lo dice todo, y sus gestos no podrían ser más claros.

—¡Pero bueno! ¡Qué joven tan desagradable! Si hubiera estado ahí, le habría dado con la cacerola.

El enfado en su rostro es tan auténtico que, sin querer, dejo escapar una pequeña sonrisa.

Olvídate de ello, casi es hora de comer —me dice con su voz calmada, como si fuera tan fácil dejarlo pasar.

—¡Ah! De la frustración no tengo ni apetito— respondo, soltando un suspiro dramático mientras cruzo los brazos con teatralidad.

Escucho una risita inconfundible que me crispa los nervios, y no tengo que girarme mucho para confirmar que es él. Daniel está apoyado en la pared con las manos en los bolsillos, observándome con esa expresión tan suya, como si supiera exactamente lo que estoy pensando. Lleva un pantalón negro y una camisa blanca, perfectamente ajustados, su pelo un poco desordenado con unos mechones sobre la frente. Está guapísimo, como siempre. Y sí, es un poco irritante, porque incluso ahora, en medio de todo, parece perfectamente cómodo. Se acerca con esa calma que me saca de quicio. Isidora se levanta y, casi como si fuera una orden no verbal, los demás hacen una pequeña reverencia antes de volver a cocinar, dejando a Daniel y a mí solos en la mesa.

—¿Qué ha pasado? —pregunta, con voz firme pero controlada, mientras cruza los brazos a la altura del pecho, sus bíceps tensándose lo justo como para llamar la atención.

—¿No te lo ha contado tu amigo? —mi voz sale más irritada de lo que esperaba, pero no me importa en este momento.

Sí, ha venido al despacho armando un escándalo, como era de esperar. Pero quiero oír tu versión —aclara, y por la leve sonrisa que se asoma en su rostro, está claro que sigue visualizando a Damián haciendo un numerito.

Supongo que lo que te contó el coronel es la verdad. Eidan me estaba molestando, me puso una zancadilla mientras corríamos, pero eso es lo de menos. Intentó matarme en el entrenamiento usando sus poderes. Intentó matarme, Daniel. Y ahora resulta que la impulsiva e irracional soy yo por partirle la boca. Solo estaba defendiéndome —exclamo, con el fastidio atravesando cada palabra mientras lo miro directamente a los ojos, esperando algún tipo de reacción.

Él asiente, escuchando atentamente, pero su rostro permanece casi imperturbable, como si estuviera calculando algo.

Sí, es lo que me contó. También mencionó que llegaste tarde. Mira, no son muy amables con los naserianos, eso ya lo sabías... pero lo que ha hecho Eidan no tiene justificación. Lo sospechaba, que podrías tener problemas con ellos, aunque no que usarían los poderes, no tan pronto.

Hace una pausa, inclinándose ligeramente hacia adelante, bajando un poco la voz, lo justo para intensificar el ambiente.

Pero si quieres sobrevivir aquí, tendrás que empezar a jugar en su terreno. A no ser que quieras que intervenga —dice con calma.

Muerdo el interior de mi mejilla, tratando de no pensar demasiado en las dos ocasiones en que Daniel intervino para ayudarme. Pero es inútil; las imágenes de aquellos momentos se cuelan en mi mente como un eco. Niego con la cabeza, tratando de disiparlas.

Me has ayudado dos veces... —digo finalmente, con voz algo vacilante—. Y en una hubo un incendio, y en la otra partiste un cuello. No sé si tu intervención sea siempre la más... adecuada.

Una sonrisa ladeada se forma en mis labios, algo amarga. Él me observa por un momento antes de esbozar una sonrisa cómplice y asentir.

Me mantendré al margen, hasta que tú quieras lo contrario. Mientras tanto... dales una lección.

Me guiña un ojo, y aunque asiento, no puedo evitar sentir un nudo en el estómago. Justo en ese momento, mis tripas rugen traicioneramente, un sonido que me avergüenza más de lo que debería. Desvío la mirada, evitando que sus ojos me atrapen.

—¿Estás segura de que no quieres comer? —pregunta, con un tono que parece más un desafío que una simple oferta.

Asiento sin decir nada, aún tratando de mantener una pizca de dignidad.

—Qué lástima —dice, fingiendo una ligera decepción—. Justo ahora me dirigía a un pueblo cercano. Tienen unos platos exquisitos... y unos dulces que son simplemente irresistibles.

Hace un ademán de levantarse, y aunque trato de ignorarlo, algo en mi interior se enciende al escuchar la palabra "dulces". Mis ojos brillan antes de que pueda evitarlo.

—¿Tan deliciosos son? —mi voz, cargada de curiosidad y hambre, lo hace sonreír con diversión.

Más que eso. Pero como no tienes hambre, no tiene sentido obligarte a venir —responde con una inocencia calculada, mientras se aleja un par de pasos, dejándome morder el anzuelo.




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