Aressea

Esmeris

Aristella.

Miro hacia el exterior. Las praderas se extienden hasta donde alcanza la vista, salpicadas por flores silvestres que parecen bailar con la brisa. Los lagos reflejan el cielo claro y las suaves ondulaciones del paisaje. La naturaleza es sorprendente, casi tranquilizadora, aunque hay algo en la lejanía, en la quietud, que no logro descifrar del todo.

¿Cuánto dura el trayecto hasta que lleguemos? —pregunto, rompiendo el silencio que solo acompaña el traqueteo suave de los caballos.

Daniel levanta la vista de un libro grueso, encuadernado en cuero negro con líneas doradas que brillan bajo la luz del sol que se filtra por la ventana. Sus ojos, siempre serenos pero insondables, se encuentran con los míos.

Si no paramos, una hora —responde con calma, antes de volver a su lectura.

Asiento y dejo que mis ojos vuelvan al paisaje. Los árboles en la distancia parecen más cercanos ahora, sus copas mecidas por el viento.

¿Por qué vamos allí? No creo que sea porque me muero de hambre... Y tú no pareces el tipo de hombre que sale de su mansión por gusto.

Hablo en un tono curioso, casi ligero, aunque en el fondo me intriga más de lo que quiero admitir. Daniel suspira, pero no aparta la mirada de su libro.

Tengo que hacer algunas cosas... ya sabes, vuelta a la rutina. —La última palabra resuena como un eco pausado, cargado de algo que no logro definir.

Asiento, tratando de darle sentido a lo que dice. Supongo que ha estado fuera demasiado tiempo y que, ahora, las obligaciones lo llaman. Pero una punzada de curiosidad me atraviesa. ¿Cuánto tiempo estuvo en la torre? ¿Y por qué estaba allí? Lo miro de reojo, estudiando su expresión. Sigue leyendo con la misma tranquilidad, como si estuviera ajeno a mis pensamientos. ¿Y si pregunto? ¿Sería tan malo?", pienso para mí misma, aunque su semblante sereno me hace dudar.

Podrías intentarlo. Nunca se sabe —dice de repente, con voz tranquila.

Me sobresalto y lo miro con los ojos muy abiertos. Su sonrisa, leve pero perceptible, es casi cómplice.

Hablaste en voz alta. Tienes esa costumbre —añade, divertido.

El calor sube a mis mejillas y aparto la mirada hacia la ventana, frunciendo los labios. Trato de concentrarme en el paisaje, pero siento su mirada fija en mí. Cuando me vuelvo, su atención sigue ahí, pero no hay nada invasivo en ella. Ha dejado el libro a un lado, cruzado una pierna, y se inclina ligeramente hacia mí. Su presencia, tranquila pero magnética, me pone nerviosa, aunque también me da la sensación de que estoy al borde de descubrir algo. Algo que él no dirá... a menos que yo pregunte.

Verás... estaba preguntándome... am... ¿Cuánto tiempo llevaste en la torre? Y... ¿por qué? —Las palabras salen apresuradas, como si al decirlas me quitara un peso antes de arrepentirme.

Daniel levanta la mirada, arqueando una ceja con leve curiosidad. Se queda en silencio por unos segundos, pensativo, antes de responder.

Seis meses. Y el porqué... bueno, porque me secuestraron, obviamente. —Hace un gesto con los hombros, quitándole importancia como si hablara de algo trivial.

No puedo evitar reír. La idea de que alguien como él pudiera ser secuestrado me parece absurda.

—¿Te secuestraron... o dejaste que lo hicieran? —le digo con una sonrisa sarcástica. Sacudo la cabeza antes de añadir—: No me creo que fuera algo planeado. Es imposible siquiera tocarte. Lo poco que he visto de ti... podrías destruir lo que quisieras.

Por un instante, algo brilla en sus ojos. Es un destello que no consigo descifrar, pero sé que hay algo detrás de su expresión tranquila. Aprieta ligeramente los labios, como si estuviera evaluando cuánto decir.

Bueno... sí tenía un plan. Pero alguien lo destruyó, como un castillo de arena en la playa.

Asiento en silencio, pero su mirada me lo deja claro. Sé exactamente a quién culpa. Me quedo quieta, sintiéndome como si hubiera sido descubierta sin decir nada.

Tendría que ser un plan muy importante para soportar a Vayolet y sus... métodos. —Mis palabras intentan sonar ligeras, pero el recuerdo de Vayolet trae un escalofrío que me recorre la columna.

Daniel me mira, arqueando una ceja, cruzando los brazos con ese aire seguro que siempre tiene.

Lo era —responde con firmeza, sin matices.

Asiento otra vez y desvío la mirada hacia la ventana. La conversación parece desvanecerse entre nosotros, pero su presencia aún se siente pesada, como una sombra que se niega a disiparse. El paisaje pasa tranquilo, pero el aire dentro del carruaje está cargado de silencios que no sé si quiero romper. Entonces su voz surge, más suave esta vez, como si realmente estuviera curioso.

¿Por qué elegiste la torre ese día?

Su tono no tiene reproche, solo interés, pero mi estómago se contrae igual. Trago saliva, mirando fijamente el reflejo de los árboles en el cristal.

Estaba escapando, y me encontré con la torre.

No lo miro. Hay verdad en mis palabras, pero no toda. Estaba escapando, sí, pero no llegué a la torre por azar. No sé si él lo sabe, pero siento que lo sospecha. Y ese pensamiento me pone más nerviosa que cualquier reproche que pudiera haber hecho.

Volviste otra vez. ¿Por qué?

Su voz rompe el silencio con suavidad, pero hay algo en su tono que me obliga a mirarlo. Esta vez hemos intercambiado los papeles: ahora soy yo quien suspira. Cuando levanto la vista, me encuentro con sus ojos fijos en mí, llenos de curiosidad, como si intentara desentrañar un misterio que solo yo conozco.

Me pareció... ¿cómodo? —respondo, buscando las palabras con cuidado—. Nadie se atrevía a pasar por allí. Era un lugar de descanso, supongo, aunque no fuera agradable. Las condiciones eran pésimas y, ni hablar de la compañía. —Hago un gesto dramático, alzando las cejas, y su boca se curva en una pequeña sonrisa.




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