Aressea

Receta.

Aristella.

Nos adentramos más en el corazón del pueblo, donde las casas naranjas y rojas parecen encender el paisaje. Entre ellas, hay otras más pequeñas de tonos marrones que se camuflan con el suelo polvoriento. Por las calles serpentean decenas de personas; algunos pasean despreocupados, mientras otros están sumergidos en sus pequeños comercios. Puestos de fruta vibrante, joyas relucientes y pescado fresco se alinean en cada esquina, formando un mercado mediano que late con vida propia. Observo todo con asombro. Es extraño estar lejos del palacio, sentir el aire de otro lugar y ver el mundo sin las paredes que me protegían y a la vez me confinaban. Nos alejamos del bullicio del mercado, y las calles siguientes se llenan de tiendas distintas. Un olor delicioso a pan recién horneado me asalta de repente, haciendo que mi estómago ruja con fuerza.

Ya casi estamos —anuncia Daniel con su calma habitual, pero su media sonrisa le delata. Se está divirtiendo a costa de mi hambre.

Si no llegamos ya, me volveré caníbal —amenazo con tono inquietante, mientras lo miro de reojo—. Y si no quieres ser tú el plato principal, será mejor que me consigas algo de comer.

Daniel frunce los labios, tratando de no soltar una carcajada. Finalmente, arquea una ceja y me mira con falsa seriedad.

—¿Te parezco apetitoso? —pregunta con desdén, logrando que me sonroje hasta las orejas.

Desvío la mirada rápidamente, pero no puedo evitar escuchar su risa ronca resonando detrás de mí. Antes de que pueda replicar, mis ojos se fijan en la distancia: un gran restaurante marrón se alza como un faro de salvación. Su cartel blanco, enorme y gastado por el tiempo, tiene un dibujo de una olla y un plato humeante. En una esquina del cartel, una mujer sirve vino con una sonrisa elegante.

—¿Es ese? —pregunto, señalando con el dedo hacia el lugar.

Daniel asiente. Sin pensarlo dos veces, lo tomo de la mano y comienzo a correr hacia el restaurante, arrastrándolo conmigo. Para mi sorpresa, él corre también, riendo bajo su aliento. Nos detenemos justo frente a la entrada, pero al girarme, noto que el traicionero,mi otro acompañante se ha quedado unos pasos atrás. Aunque sus ojos están ocultos, su expresión de sorpresa es inconfundible. Ignorándolo, desvío la mirada hacia las letras blancas talladas en la puerta marrón: Casa de la Dama. Apenas entro, el aroma embriagador a comida casera, pan recién hecho y dulces invade mis fosas nasales, llenándome de ansias. Un hombre alto, delgado y de bigote impecablemente acicalado se acerca con una sonrisa cortés.

—¡Bienvenidos! ¿Mesa para dos? —pregunta, alternando su mirada entre Daniel y yo.

Para tres, por favor —responde Daniel con voz firme.

El hombre asiente y nos guía hacia una mesa junto a la pared. El lugar es acogedor, con mesas de madera oscura y paredes pintadas de un rosa pálido que refleja la luz cálida de grandes lámparas de araña doradas. La decoración es sencilla, justa, suficiente para hacerte sentir cómodo sin distraerte de lo esencial: la comida. Nos sentamos, y el hombre nos entrega el menú antes de retirarse con una pequeña reverencia. Al abrirlo, mis ojos se encuentran con un desfile interminable de platos, postres y bebidas. Es el paraíso. Después de deliberar, elijo un plato de pasta con tomate y carne gourmet acompañada de patatas. Daniel opta por lo mismo, mientras que el traicionero prefiere algo más simple: un caldo de ternera. La comida llega rápidamente, y la devoramos en silencio. Es un silencio cómodo, lleno de sabores y miradas ocasionales que no necesitan palabras. Al terminar, Daniel pide unos postres para llevar: bollos rellenos de nata y fresa.

—¡Me encanta este bollo! Qué pena que no pude pedir la receta —me lamento en voz baja, mientras saboreo el último bocado. Daniel ríe.

Al salir del restaurante, el traicionero se inclina hacia Daniel y le murmura algo al oído. Daniel asiente, con expresión seria.

Parece que la reunión se ha adelantado una hora. Vamos ahora, y luego te prometo que tendremos tiempo para explorar el pueblo.

Está bien —respondo con un suspiro, pero alzo un dedo hacia él—. No olvides tu promesa.

Daniel sonríe, con ese gesto tranquilo que me exaspera y a la vez me tranquiliza.

Nunca lo haría.

Y con eso, nos encaminamos hacia nuestro próximo destino. El pueblo está lleno de vida. Las risas y el bullicio de la gente llenan el aire, mientras las luces cálidas de los puestos de mercado iluminan las calles empedradas. Daniel camina unos pasos delante de mí, conversando con un guardia que se ha unido después de que comiéramos, para no llamar la atención, ha dejado de lado su uniforme habitual. Yo, en cambio, estoy al lado del traicionero. Su presencia me incomoda, aunque intenta mantener un perfil bajo con aquel antifaz que oculta sus ojos. Sin embargo, siento su mirada clavada en mí, persistente e ineludible.

—¿Quieres decirme algo? —mi voz, más cortante de lo que esperaba, lo sorprende.

El sobresalto en sus hombros me da una breve sensación de victoria, pero su recuperación es rápida. Mira hacia adelante, hacia Daniel y el guardia, asegurándose de que nadie preste atención. Entonces, sin previo aviso, me tiende un pequeño papel doblado. Lo tomo, desconcertada.

—¿Qué es esto? —pregunto, con una mezcla de sospecha y enojo—. Si es otro de tus trucos, y de alguna forma me haces pagar el precio, te juro que te arrepentirás.

Él no dice nada, pero asiente con un gesto casi imperceptible. Con cautela, abro el papel arrugado, un viejo trozo de color rosa pastel. Las letras negras escritas a mano forman una palabra que me toma por sorpresa: Receta. Mis ojos recorren rápidamente el texto. Es una receta para preparar bollos de nata y fresas. Me detengo, pasmada. ¿Esto es una broma? Lo miro fijamente, buscando alguna señal de burla.




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