Mi hermanita Ema chillaba emocionada durante el aterrizaje, era su primera vez y estaba fascinada. Me encantaba la sonrisa en su rostro y los hoyuelos que se formaban es sus mejillas cada vez que elevaba los labios, esos que tanto me recordaban a mamá.
Esas últimas semanas habían sido un caos. Un pinchazo se me instauró de nuevo en el pecho, provocándome ese intenso dolor que llevaba un tiempo atormentándome. Ni siquiera podía sostener mi móvil sin recordar cada momento de esa noche, sólo de pensarlo se me cortaba la respiración.
«Debes estar bien, por Ema» me juré a mí misma, tal y como había estado haciendo los últimos días.
—¿Ya llegamos? ¿Podemos bajar? —Inquirió la pequeña, interrumpiendo mis pensamientos.
Tenía la cara pegada al cristal de la ventanilla y observaba maravillada cada movimiento del avión, intentando retener en su retina los máximos detalles posibles, como si quisiera asegurarse de que jamás olvidaría ese momento.
Asentí al tiempo que acariciaba su cabecita, aprovechando para ordenarle la pelirroja melena despeinada que caía tras su espalda, con cuidado de no descolocarle el cablecito tras la oreja.
Llevábamos más de 11 horas viajando, tenía las piernas adormecidas a causa de pasar tanto tiempo sentada y aunque había tratado de cambiar de postura, el espacio era muy reducido y me había sido imposible.
Comencé a guardarlo todo en la bolsa e incité a mi hermana a hacer lo mismo, antes de que sus pinturas acabasen en el fondo de la cabina.
Nunca me habían gustado los aviones, aunque científicamente fuese el vehículo más seguro. Sentía que en cualquier momento algo podía fallar y tener un accidente. Me resultaba muy difícil relajarme, sobre todo en los momentos de despegue y aterrizaje y había necesitado de mis calmantes para mantener la compostura. Cuando había sentido la vibración previa al despegue, no había podido evitar cerrar los ojos con fuerza y aferrarme al asiento como si mi vida dependiera de ello.
Cuando el avión se posó por fin en la pista, recogí mi maleta de mano, le coloqué la mochila a Ema y, en cuanto el azafato nos lo indicó, bajamos del vehículo.
Inspiré profundamente cuando mis pies tocaron tierra después de tantas horas, liberándome de la sensación angustiosa y pesada en la boca del estómago. Nunca antes había hecho vuelos tan largos, en Irlanda las distancias eran mucho más cortas que cruzar el océano Atlántico.
—¡Mira Winnie, estamos en San Francisco! —Le dijo mi hermana a su osito de peluche, amarillo como el de sus dibujos animados favoritos.
Abrazó al muñeco con ímpetu mientras le mostraba la pista en donde reposaban más aviones, a través de la cristalera.
— ¿Tú crees que papá y mamá están contentos porque vayamos a vivir con la abuela? —Me preguntó, tirando de mi camiseta hacia abajo, reclamando mi atención.
—Claro que sí, y seguro que nos están vigilando desde el cielo—le aseguré, y pude comprobar como sus ojos castaños recuperaban parte del brillo.
En pocos minutos estábamos saliendo del aeropuerto, yo con las maletas y mi hermana con su osito de peluche, y nos subimos en uno de los taxis que esperaban en la puerta.
—Tengo ganas de llegar a casa Billie.
Ema me abrazó y le hice un hueco sobre mi regazo, permitiéndole que apoyara su cabecita e intentase dormir.
El taxi arrancó, nos esperaba media hora de camino hasta Pacific Heights, un pequeño barrio costero al norte de California. Siempre había fantaseado con vivir en lugar como ese, casas de colores, de estilo victoriano, con vistas al mar…, pero ahora que tenía la oportunidad de vivirlo en primera persona, no me emocionaba en absoluto.
Durante el trayecto fui observando la ciudad por la ventanilla, San Francisco era precioso. Ya daban las cinco y media de la tarde y el sol comenzaba a ponerse. Apenas había nubes y el cielo, cubierto por una suave neblina, tenía un color anaranjado impresionante, indicando que se aproximaba el anochecer.
Estaba impaciente por ver a la abuela Bell. Desde que se había mudado a California no habíamos vuelto a verla, aunque a menudo charlábamos por el móvil.
Cuando quise darme cuenta, estaba zarandeando las piernas atropelladamente, como siempre hacía cuando me dominaban los nervios.
Estaba tan centrada en mis pensamientos que la media hora de viaje se me pasó volando. El taxi paró frente a nuestra nueva casa y una vez bajamos, se marchó.
Observé la fachada, impactada. La casa era grande, de madera blanca y muy cuidada, el resto de las viviendas a lo largo de la calle eran exactamente iguales, como en las películas. Todas presumían gran cantidad de adornos navideños, así como nieve falsa, abetos… propios de esta época, y no pudo parecerme más enternecedor.
Mi hermana, recién despertada, corrió escaleras arriba hasta la puerta de entrada y presionó el timbre. Segundos más tarde apareció la abuela con una bandeja de galletas en una mano y limpiándose la otra con el delantal que llevaba puesto, muy característico en ella. Habían pasado varios años pero seguía manteniendo sus costumbres.
—¡Llegáis justo a tiempo, acaban de salir del horno! —Exclamó—Pasad.
En efecto, al entrar el olor a galletas inundó mis fosas nasales, desde que era pequeña la abuela me preparaba cookies veganas con chips de chocolate y un toque de esencia de vainilla.
—Sé que son tus favoritas —Me recordó, apoyando la bandeja en la mesita del salón.
Se giró de nuevo hacia nosotras y nos envolvió con sus brazos con melancolía. Su olor me resultó tan familiar que de repente, el motivo por el cual nos encontrábamos allí se volvió mucho más pesado, me aplastó hasta encogerme el corazón y me obligué a aferrarme a mi abuela con más fuerza, con cada uno de mis músculos en extrema tensión.
Observé la acogedora estancia con los ojos a punto de estallar por la presión de contener las lágrimas. Me gustó comprobar que permanecía tal cual nos había mostrado la abuela en vídeo: los sofás verde pistacho, combinados con el blanco roto de los muebles y el suelo de parqué y las alfombras estampadas que a la abuela le gustaban, a juego con las cortinas abiertas, dejando entrar los destellos naranjas del atardecer.