—¡Matthew Carter, no voy a consentir que me hables así!
—¡Estoy harto mamá, harto!
Cogí el móvil y, con las manos temblorosas, busqué a Devon entre mis contactos. Solíamos hablar a menudo por lo que no me costó mucho encontrarlo, estaba de los primeros en la lista.
Me ardía la piel, todo mi cuerpo estaba agitado y la tentación cada vez era mayor, pero mis manos no lo aguantarían. Oculté mis brazos bajo las mangas de la sudadera, intentando olvidarme de la quemazón, dejar de prestarle atención, pero el dolor era insoportable. Las venas de mi muñeca ejercían tanta presión que por poco no reventaban. Enredé las manos en mi pelo, clavándome las uñas en la cabeza, en un fracasado intento de detener los golpes tan bruscos que provocaba cada pulsación en mis oídos.
—¡Haces como si no pasara nada, parece que te importa una mierda que esté muerta, que ya lo has olvidado! —chillé, cruzando el pasillo a toda velocidad—. No me pidas que haga lo mismo mamá… porque yo no puedo. —murmuré huyendo de mi madre, que bajaba las escaleras a toda velocidad, hecha una furia.
Devon, segundos más tarde, me saludó al otro lado de la línea.
Gracias a Dios.
—¡Ey, Matt! ¿Qué pasa?
—¿Puedo ir a verte? —Le rogué con la voz temblorosa, alejándome lo máximo posible de los griteríos.
—¡Claro tío! —exclamó, alarmado por la tristeza en mi voz.
Colgué el teléfono y salí de un portazo en dirección a la casa de mi amigo, a tan solo una calle de distancia, cualquier cosa antes que seguir a gritos en la mía.
Con el corazón en la garganta y el estómago completamente cerrado eché a correr en medio de la espesa oscuridad de la noche, el viento helado me rasgaba la cara cual filo de un cuchillo y sólo mis pasos se hacían eco en la calle completamente vacía.
Habían pasado tres años desde que había muerto mi hermana y todos parecían haberlo olvidado, y encima, me pedían a mí que pasara página, sabiendo perfectamente que no lo haría nunca. Aún podía verla, sonriéndome con sus ojos cristalinos, brillantes y arrugados. Podía oír su voz, parloteando emocionada o tarareando todas las canciones que siempre me obligaba a escuchar. Recordaba todo de ella, sus gestos, su risa, su inmensa imaginación, su vivacidad… todo, presente a cada momento de mi vida, incrementando ese sentimiento de culpabilidad que cargaba como una cruz sobre mis hombros.
Llegué a casa de Dev y me recibió con un fuerte abrazo cargado de comprensión. Llevaba puesta la sudadera que le había regalado en su pasado cumpleaños, el color naranja de la tela contrastaba con su tez oscura y le sentaba increíble.
Nos conocíamos de toda la vida. Había llegado de Cuba con tan sólo dos años y desde entonces, nos habíamos vuelto inseparables. Cuando llegó el inesperado divorcio de sus padres, yo no me alejé ni un segundo de él, permanecí a su lado brindándole todo mi apoyo, mi mejor cara. Y ahora… los papeles se habían invertido y no sabía que hacer sin él, desde lo de mi hermana no levantaba cabeza.
—¡Sólo tenía 10 años, joder! —Golpeé la pared de su cuarto de un puñetazo, cumpliendo con el deseo que me atormentaba desde hacía un buen rato.
—¡Tío, para! —me ordenó sujetándome bruscamente por el brazo hasta detenerme, clavando sus consistentes dedos sobre mi piel— ¡¿Te has visto las manos?!
Mi mirada descendió hasta mis nudillos, y mi amigo no perdió detalle de mi expresión. Las heridas de la última vez no habían cicatrizado del todo y ahora estaban abriéndose de nuevo. Yacían en carne viva, pellejos de piel se levantaban irritados y se podía ver claramente la carne húmeda y rosada con restos de sangre. Cualquiera que lo viese se habría asustado, como en el caso de Dev, pero por desgracia, yo estaba tan acostumbrado que ni siquiera me impresionó ver mis manos en ese estado. No me dolían, estaban insensibles, inertes, dormidas… yo no sentía nada, mi único tormento era la extrema picazón del brazo, que por mucho que lo intentaba, no conseguía espantarla.
—Soy un inútil, un puto egoísta…—murmuré, sujetándome fuertemente del pelo y tirando de él como si realmente fuese a arrancármelo de cuajo.
—No fue culpa tuya. —Devon apoyó su mano en mi hombro con el semblante muy serio. —Y lo sabes.
—Debí haber muerto yo…
De nuevo, aporreé la pared a puñetazos, no me importaba sentir dolor físico si eso conseguía que olvidara el mental. El problema estaba en que hiciese lo que hiciera, el dolor de cabeza no se iba. Siempre estaba ahí presente, torturándome como si me golpearan con un martillo, y no había forma de remediarlo.
—¡Matt, para! Te vas a romper algo. —la repentina reacción de mi amigo me hizo dar un respingo.
—¿Y qué? —espeté sacudiendo mis manos enrojecidas.
—¿Cómo que “y qué”? ¿De qué te sirve hacerte eso? —clavó la mirada en la piel ensangrentada de mis manos.
Nos miramos fijamente unos segundos. No sé qué podría leer en mi expresión, pero yo en sus ojos veía miedo. Reconocería la mirada que me estaba dedicando en cualquier parte.
De nuevo, la imagen de esa niñita rubia que tanto quería se presentó en mi mente. Me fulminaba con sus ojitos azules tal y como ahora lo hacía mi amigo de pelo afro. El corazón se me aceleró, cada palpitación se volvió más potente, como si el órgano ya no tuviese espacio suficiente y empujase mis pulmones, dejándome sin respiración.
«—Tengo miedo…»
Sus palabras se repetían en mi cabeza desde entonces. Su dulce vocecita infantil, llena de sentimiento, de verdad… El timbre agudo de su voz era mi despertar por las mañanas, mi languidez por las tardes y mi tormento por las noches.
—No lo han olvidado Matt. —La voz de Devon tomó presencia de nuevo en su pequeña habitación. —Son tus padres joder, vuestros padres. Nunca van a olvidarse de ella.
El corazón me latía agitadamente, en especial en los lugares en los que acababa de golpearme. El eco de las palabras de mi hermana zumbaba en mis oídos y no había nada que yo pudiera hacer para callarlo. Por consecuencia, el dolor de cabeza era tan agudo que me impedía pensar con claridad, y se mezclaba con el ardor de cada hendidura de mi piel formando un cóctel abrasivo, que me quemaba la garganta, me dejaba sin voz, sin respiración, me bloqueaba… me impedía ser yo.