Armadura de Clave

4. Billie

Primer día de clase de Ema por fin tras haber sido aceptada en el nuevo colegio. 

Su carita redonda, reflejada en el espejo del baño, no transmitía mucho entusiasmo. Me observaba detalladamente a través del cristal mientras yo me recogía el pelo y sus ojos seguían de un lado a otro los movimientos de mis manos.

—¿Y si hablan de mí por llevar este aparato? —susurró, llevándose una de sus manos hasta el cablecito que asomaba entre su pelo naranja. 

Me detuve en seco, se me encogió el corazón e, intentando disimular mi tristeza, le correspondí la mirada en el reflejo. Sus ojos comenzaron a humedecerse y agachó la cabeza. 

—¿Sabes de lo que van a hablar todos cuando te vean? —la intenté animar, acariciando su mejilla sonrosada — De lo guapa que vas a estar, ¿Quieres que te haga un peinado? —Me ofrecí, pasando mi mano por su media melena con suma delicadeza, sin perder detalle de su cambio de humor. 

Me sentí fatal. Mamá era la que solía hablar con ella de estas cosas, le explicaba todo cuanto mi hermana le preguntaba y siempre la hacía sentir mejor, pero yo... yo no sabía cómo hacerlo. 

—¡Sí, una trenza! —chilló emocionada, aún con los ojos brillantes de tristeza, y me dedicó una dulce sonrisa que me relajó en cierta medida. 

La besé en lo alto de la cabeza y a continuación comencé a trenzarle algunos mechones simulando una diadema, ocultando de alguna forma el cablecito del audífono, que no le hacía ninguna gracia.  

Más tarde, la abuela le preparó el almuerzo y yo la acompañé hasta la puerta de su nueva clase. 


***

Saliendo de casa de mi nueva amiga —todavía me sentía extraña pronunciando esa palabra— después de haber pasado toda la mañana con ella, le eché un vistazo a mi móvil, habíamos estado tan enfrascadas en nuestra partida de Just Dance que me había olvidado por completo de él. Varias notificaciones asaltaron la pantalla nada más encenderlo, cubriendo la cara de mis padres en la foto. Tenía varias llamadas perdidas y un mensaje en el buzón de voz, todas ellas bajo el nombre de “AAabuela”. 

El corazón me dio un vuelco. La última vez que me habían llamado con tanta insistencia no había sido para nada bueno. 

Numerosos pensamientos inundaron mi mente, y ninguno positivo. 

Me sudaban las manos mientras me manejaba hasta conseguir abrir el buzón de voz. 

Ay no… 

La abuela… estaba llorando: 

«Billie cariño, ven a casa corriendo, te he llamado varias veces, es Ema…» 

El mensaje se cortó tras el nombre de mi hermana y eso no hizo más que alterarme. El sudor frío me recorría la espalda. Me aparté varios mechones bruscamente de la cara y traté de llenar los pulmones con cada respiración. 

Desvié la vista de nuevo al teléfono, mis padres me sonreían sin preocupación alguna en la foto que yo misma les había sacado en la última nevada. No pude continuar mirándola, me estaba mareando. 

Me fijé en el pequeño reloj en el margen de la pantalla, ese mensaje era de hace 20 minutos, maldito el momento en el que había silenciado el teléfono.  
Con las manos temblorosas marqué el número de la abuela y esperé impaciente a que descolgase la llamada. Me removí inquieta, repiqueteando con el pie en el suelo, frotándome compulsivamente el puente de la nariz. Ya iban tres tonos y nadie respondía. El pitido se instauró en mi cerebro, me retumbaban los tímpanos cada vez que el móvil vibraba.  

Miré a todos lados sin saber qué hacer y fui consciente de que estaba sola en la calle, a excepción de un pequeño gorrión que caminaba mediante saltitos a mi alrededor, y que envidié descaradamente. 

Me guardé el móvil en el bolsillo y eché a correr como buenamente pude, con la respiración alterada y tratando de controlar mis movimientos al mismo tiempo que aumentaba mi velocidad. Tenía un nudo en la garganta y a cada paso que daba se hacía más y más grande hasta resultarme casi imposible respirar. Temía por mi hermana, acababa de perder a mis padres, no podría soportar que le pasase algo a ella también.  

«Ven a casa corriendo»  

«Es Ema…»  

Las palabras de mi abuela resonaban en mi cabeza una y otra vez, como un grito en el abisal de una gruta. 

 

No podía creer lo que veían mis ojos. Con las pulsaciones apresuradas, me abrí pasó a empujones entre la marabunta de curiosos que me bloqueaban el paso. 

La casa estaba ardiendo y varias patrullas de policía acordonaban la zona impidiendo así acceder al interior.  
Cada vez se acercaban más y más personas, había tanta gente que me resultaba imposible encontrar a mi familia. 

Eché un vistazo rápido a todo mi alrededor, nadie de los allí presentes se me hacía conocido y eso me aterrorizó. Tenía la respiración entrecortada y me frotaba la cara con las manos sin dejar de prestar atención a todo lo que me rodeaba. 

Como si tiempo se hubiese parado dejé de percibir ruidos a mi alrededor, ahogada en los latidos atronadores de mi corazón, que retumbaban en mis oídos. Con la garganta seca, dejé de respirar, cortada por los golpes que provocaba mi estómago desde lo más profundo de mi vientre, me temblaba todo el cuerpo, sobre todo las manos mientras me frotaban el rostro, apartando los mechones que se me pegaban a la frente por el sudor.  
La imagen de mi abuela y mi hermana dentro de casa, atrapadas entre las llamas que cubrían el edificio casi por completo, fue lo único que veían mis ojos, cegados de cualquier otra cosa externa a mí. A cada segundo que pasaba, esa suposición cobraba más sentido, no las veía por ninguna parte.  

Me acerqué al primer policía que me crucé y me molestó el estado de tranquilidad que aparentaba, dada la situación. 

Estaba tan nerviosa que no controlaba lo que decía. Solté preguntas a diestro y siniestro sin saber si el hombre tendría respuesta para todas ellas. No sabía qué hacer o a quién llamar y, el señor uniformado de rostro serio y barba incipiente ni siquiera dignó a ayudarme. 




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