Armadura de Clave

9. Billie

—Buenos días, cariño. 

Entreabrí los ojos, que tardaron varios segundos en adaptarse a la luz. 

—Abuela…—Le sonreí, pestañeando varias veces en un intento de aclarar mi visión. Estaba sentada a mi lado. —¿Qué hora es? —Pregunté, mirando a mi alrededor. 

—Las 10:30, ¿Qué tal has dormido? 

Bajé la vista y me vi tumbada en una cama que no era la mía. Giré la cabeza a todos lados hasta reconocer el lugar, frío y carente de decoración. Estaba en el hospital. 

Fue entonces cuando las imágenes de la noche anterior comenzaron a tomar presencia de nuevo, hasta hacerme recordar cada detalle. 

—¿Y Ema? —me incorporé bruscamente en la camilla. 

El monitor que controlaba mis pulsaciones aceleró su velocidad, emitiendo pitidos rápidos y seguidos que inundaron la habitación. 

—Billie, relájate. —la abuela enserió su tono de voz y me sujetó por el brazo. 

—¿Y Ema? —repetí, ignorándola por completo, sin prestar atención a las señales de mi ritmo cardíaco. 

—Está bien, ... — me confesó— Despertó hace un rato, está descansando. 

Me arranqué la vía que llevaba clavada en el antebrazo sin ningún escrúpulo, aunque sin poder evitar la mueca de dolor, seguida del grito de alteración de la abuela. Me levanté de un salto. 

—¿Dónde está? —quise saber, cada vez más nerviosa. 

Me deshice del horrible pijama abierto que llevaba y me puse la ropa limpia que supuse, la abuela había dejado sobre la mesita de la habitación, a una velocidad de campeonato. 

—Está bien Bi…tienes que descansar. —Su tono de voz me tranquilizó, pero no me convenció demasiado. 

—Estoy perfectamente abuela, no ha sido nada, ¿Dónde está? —Me acerqué a la puerta y le clavé la mirada. 

—Está bien… en la habitación de al lado. —Por la forma en la que me miró y su tono de voz, supe que decía la verdad, pero necesité comprobarlo por mí misma. 

 

Salí al pasillo a toda prisa, seguida de la abuela, y ambas entramos en la habitación contigua. 

—¡Billie! —Me saludó Ema acompañando mi nombre con los signos que correspondían, y recordé que no llevaba el audífono. 

—¡Hola, cariño! —Sabía que podía leerme los labios, pero utilicé signos también. 

Besé a mi hermana en la frente, como acostumbraba a hacer mamá, y la envolví entre mis brazos, disfrutando de su dulce aroma infantil. 

—¿Has perdido el audífono, peque? —Preguntó la abuela preocupada, acercándose a nosotras, pero no la dejé continuar. 

—Yo sé quién lo tiene. —afirmé. 

Las dos me miraron sorprendidas. 

—¿Qué pasó ayer? 

—Luego te lo explico cariño, ahora vuelvo. 

Le hice una seña a la abuela para que viniese conmigo y salimos al pasillo. 

—¿Dónde está el chico? —Traté de controlar mis nervios en cada palabra, aunque no surtió mucho efecto. 

—¿El chico, qué ch…? 

—El chico, abuela, el que salvó a Ema. —La interrumpí, frotándome las manos inconscientemente. 

—Y yo que sé, ¿Qué tiene que ver él en todo esto? 

—Encontró el audífono, lo tiene que tener él—me sequé el sudor de la frente—. Está en este hospital, ¿No? 

—Pues… supongo que sí, vamos a la recepción. 

 

Avanzamos a toda prisa por el hospital hasta llegar a los mostradores, no muy lejos de la habitación. 

Un par de enfermeros, vestidos con el uniforme correspondiente, tecleaban sus respectivos ordenadores con una concentración envidiable, al tiempo que otra de ellas atendía al teléfono con urgencia. 

—Estamos buscando a un chico, lo ingresaron ayer, como a mis nietas. Necesitamos hablar con él. —espetó la abuela de carrerilla, sin siquiera decir hola. 

Los tres se giraron para mirarnos, impasibles. 

Una de las enfermeras, una mujer joven, de no más de 30 años y de pelo rizado, nos analizó de pies a cabeza desde su posición de la mesa. Se negó a darnos ningún dato, asegurando que no estaba permitido, y desvió la vista de nuevo a la pantalla del ordenador. 

Menuda mierda 

—Por favor, mi hermana es sorda y él tiene su audífono, de verdad, solo será un minuto. —insistí, acompañando mi súplica por una mirada de animalito indefenso, y pareció ser suficiente. 

Se llevó las gafas a la punta de la nariz y nos dio otro repaso, con aires de superioridad. 

—¿Cómo decís que se llama? 

Mierda 

La abuela me miró esperando una respuesta, pero no tenía ni idea. Elevé los hombros y negué con la cabeza. La enfermera suspiró y se recolocó sus gafas con el dedo índice. 

Me llevé las manos a la cabeza. 

—¿Sabrías decirme algo de él? —añadió. 

—Pues… es alto, moreno, rondará los 20 años como yo, ojos azules… 

Se hizo el silencio, interrumpido por el sonido tan satisfactorio que emitían las teclas cada vez que la mujer las pulsaba. 

—Creo que sé quién puede ser, acompáñenme—se levantó de su silla giratoria tras teclear no sé lo que en su ordenador y nos incitó a seguirla. 

 

Llegamos a la habitación C14, en el pasillo opuesto al nuestro, la enfermera llamó a la puerta y la abrió a los pocos segundos. Observó al paciente y se giró hacia nosotras de nuevo. 

—Es este, podéis pasar—añadió, y un momento más tarde regresó a su lugar de trabajo. 

Me quedé quieta ante la puerta, la abuela tenía intenciones de volver con Ema, pero la interrumpí, nerviosa, no podía dejarme sola. 

—No va a hacerte nada Billie… 

—¿Cómo lo…? —abrí los ojos como platos. 

—Tu madre me lo contó. Me doy cuenta de cómo reaccionas cada vez que alguien se te acerca, no puedes pensar que todo el mundo quiere hacerte daño. 

Bell se acercó a mí y me abrazó. Sin quererlo, una lágrima se escapó de entre mis párpados. Cada vez que lo recordaba se me encogía el estómago. 

—Lo siento abuela, yo no… 

—No pasa nada cariño—me besó en la frente—. No es culpa tuya, pero trata de relajarte. Está claro que este chico sólo quiere ayudarte, ¿O tengo que recordarte lo que hizo sin siquiera conocernos? 




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