No había pegado ojo.
Cada vez que me quedaba sola y el silencio me rodeaba, mi cabeza reproducía cada detalle de lo ocurrido hacía ya dos días. Dos días en los que no había podido descansar en absoluto, y ya comenzaba a afrontar las consecuencias, mi rostro tenía un aspecto espantoso.
Intentaba comer algo, pero era incapaz, mi estómago rechazaba cualquier alimento por mucha hambre que tuviera.
Había algo en especial en lo que no podía dejar de pensar desde el incendio, el piano.
¿También se había quemado? ¿Podría recuperarlo?
Ni siquiera había podido estrenarlo, pero lo que más me entristecía era pensar en el sacrificio que había hecho la abuela para comprármelo.
El médico tocó a mi puerta. La repentina llamada de atención obligó a mi mente a abandonar cualquier pensamiento y centrarme así en lo que el chico joven y de apariencia estudiantil tenía que comunicarme.
—Relájate. —me sugirió en un tono apacible, asomando una sonrisa que no había conseguido ocultar.
Debía de parecerle irónico o divertido que yo ni siquiera pudiese abrir bien el ojo cuando intentó examinarlo con una luz, ya que mis músculos estaban completamente contraídos.
—Quítate la camiseta —me pidió, al tiempo que se colocaba en los oídos el estetoscopio.
El mundo se me vino encima.
Primero, mi cara perdió por completo cualquier signo vital, adquiriendo el color de la bata del médico que se había detenido a observarme. Ya no podía moverme, estaba aferrada a la camilla, apretando las sábanas entre mis dedos hasta cortar incluso la circulación de estos. Y un impulso nervioso me recorrió de pies a cabeza, provocando en mi cuerpo un pequeño temblor.
Y, por último, ese profundo dolor que tantas veces había intentado ignorar, volvió con mucha más intensidad. Instintivamente me llevé una mano al costado, y la mantuve ahí quieta hasta que el doctor irrumpió de nuevo con su voz, dedicándome una mirada que preferí ignorar.
—¿Me has oído?
Asentí con la cabeza, me sudaban las manos y me quedé sin respiración al no conseguir deshacerme del nudo tan denso que se había formado en mi garganta. Todo mi cuerpo emanaba una tensión preocupante, y así me lo confirmó el chico cuando se acercó todavía más a mí.
—¿Te encuentras bien? —Quiso saber, llevando su mano derecha hasta mi frente.
Esquivé su contacto de forma repentina, haciéndome a un lado bruscamente, pero sin despegar la mano de la parte baja de mis costillas. El movimiento me provocó un pinchazo en esa zona, y encorvé la espalda con los párpados apretados, intentando contener las lágrimas.
—Sólo voy a auscultarte —me informó, mostrándome la cabeza metálica del instrumento—. Será un momento, puedes simplemente levantar la camiseta, si lo prefieres.
El chico de pelo y ojos oscuros, que no debía de tener muchos más años que yo, había relajado su tono de voz, pero su expresión continuaba tan desconcertante que me hacía sentir aún más nerviosa.
No podía levantarme la camiseta. El simple hecho de imaginarme las manos del doctor sobre mí, sobre mi tronco, sobre la… la razón de mi malestar, me entraban unas ganas de vomitar espantosas.
Comencé a tartamudear sílabas sueltas, sin sentido, intentando inútilmente formular palabras.
Desvié la cabeza en todas direcciones, necesitaba salir de esa habitación.
—¿Pu-puedo… ir al baño? —me oí preguntar.
Levanté la vista sutilmente, y cuando el doctor asintió con el ceño fruncido, me levanté a toda velocidad y me oculté tras la puerta del baño, bloqueando el pestillo.
La cabeza me dolía horrores, todo me daba vueltas.
Fui deslizándome con la espalda pegada a la puerta corredera hasta quedar sentada en el suelo. Me envolví las piernas, ocultando mi cabeza entre ellas, mientras mis lágrimas se liberaban silenciosamente y caían al suelo entre mis rodillas.
Me llevé una mano al costado, que me palpitaba. Podía sentir la hinchazón en la piel como si estuviese reciente.
—Todo lo que hago es por tu bien, ¿No lo entiendes? —noté el frío contacto de sus dedos sobre mi cuello y me revolví ante el escalofrío que me provocó— Porque te quiero.
Recordé lo que me había dicho mi madre esa misma tarde, justo antes de salir de casa, y me embargó una sensación de culpabilidad angustiante:
«—Mereces que te quieran por como eres, no por cómo quieren que seas».
Jordan se llevó una mano al bolsillo y extrajo una pequeña bolsita de seda de color azul cielo, la posó sobre mi regazo y dejó su mano sobre mi rodilla.
—Espero que esto lo aceptes, me ha costado encontrarlo.
Pasaban las once de la noche, yo no llevaba nada más que su camiseta de los “Shamrock Rovers” y él un pantalón corto de algodón. Acabábamos de discutir porque yo me había negado a acostarme con él, nunca lo habíamos hecho y la verdad es que me daba un poco de miedo, él me había echado en cara que siempre lo dejaba a medias.
Continuaba sentada sobre su colchón, y él, a mi lado, no perdía detalle de cada uno de mis gestos, a pesar de que en ese instante no fuese capaz de moverme.
Paseé la bolsita entre los dedos, acariciando el lazo que la cerraba. No quería abrirla, siempre que discutíamos hacía lo mismo, me hacía regalos hasta asegurarse de que todo volvía a estar como antes y yo los aceptaba encantada. Pero hoy era diferente, después de lo que me había dicho mamá, dudaba si realmente quería estar ahí.
—¿No lo vas a abrir? —me fulminó con sus oscuras pupilas, que continuaban dilatadas, y yo tragué saliva fuertemente.
Asentí con una sonrisa lo más sincera posible y procedí a desatar el lazo.
—¿Te gusta? —se interesó, sonriéndome tal y como cuando nos habíamos conocido, dos meses atrás.
—Es muy bonita —murmuré, tendiéndole la pulsera de plata para que fuera él el que me la colocara.