Matt ya me había dejado muy claro que no suponíamos un problema para su familia, pero mi vocecilla interior, esa que nunca me abandonaba y que aparecía siempre en los peores momentos, me repetía una y otra vez que sólo lo decía por compromiso, aunque una parte de mí quería creer que no era cierto. Además, mi subconsciente no hacía más que mandarme señales de «peligro», «peligro» constantemente.
La vibración de mi móvil me distrajo por un segundo. No necesité ni mirar la pantalla para saber de quién se trataba:
En cinco minutos te veo.
Ok.
Me limité a responder.
Estaba encogida sobre el banco de madera, junto a la abuela, que observaba a Ema saltar en la rayuela que había dibujado sobre el suelo de grava.
La suave brisa de aire frío, invernal, se deslizaba sobre las pocas hojas que los árboles no habían perdido todavía, el cielo estaba decorado por nubes de numerosas formas y tamaños, que daban pie a la imaginación, y el sol se abría paso entre ellas templando el ambiente, dando la bienvenida al invierno, mi estación favorita del año.
En mi casa en Ulster, Irlanda del Norte, solía nevar bastante. Mi infancia la había pasado esquiando. Mi madre había aprendido cuando era muy pequeña y desde que yo había nacido, todos los inviernos habíamos practicado juntas, era de los mejores recuerdos que tenía con ella. La sensación de dejarme llevar por la nieve, colina abajo y mientras el viento helado acariciándome la cara y haciendo enrojecer mis mejillas, no la olvidaría nunca.
Un pitido de bocina, ensordecedor, me devolvió inmediatamente a la realidad.
—¿Cómo les va a las tres chicas más guapas de toda California? —Matt bajó del asiento delantero del taxi que acaba de parar frente a nosotras, con aire vacilón. Se apoyó de una muleta para no pisar con su pie herido, cosa que no me sorprendió.
Llevaba el pelo despeinado pero ordenado al mismo tiempo y sus mechas ligeramente rubias resaltaban por el brillo del sol. La sudadera rosa claro contrastaba con su piel morena y los vaqueros, ligeramente anchos, le sentaban demasiado bien.
Me removí nerviosa cuando se acercó a nosotras. Ema corrió a sus brazos y Matt le tendió una mano a la abuela mientras mi hermana colgaba de él como un monito. Cargó con todas nuestras cosas sin dejarnos rechistar y las guardó ordenadamente en el maletero del taxi.
Cedió a mi abuela el asiento del copiloto, que no se molestó en ocultar su risita, y a continuación se sentó entre Ema y yo en la parte de atrás sin ninguna dificultad.
El espacio era bastante reducido y por consecuente, nuestros cuerpos se rozaban de vez en cuando, alterando mi sistema nervioso. Mis venas circulaban sangre a toda velocidad hasta por las zonas más recónditas de mi cuerpo, se me disparó el pulso y mi pierna se zarandeaba sin control.
El trayecto no debía de ser muy largo, pero a mí me dio la impresión de que íbamos a la mínima velocidad posible. El tiempo pasaba muy muy despacio y el silencio en el vehículo cada vez era más incómodo. El único ruido lo emitía mi hermana, que dormía con la cabecita apoyada en la ventanilla y respiraba tranquilamente, elevando su pecho arriba y abajo a un ritmo relajado.
Desvié la mirada por la ventana, tratando de evadirme de esta situación y deseando que acabase lo antes posible.
—¿Se puede saber por qué estás tan seria? —Matt se giró hacia mí y trató de hablar en un tono más bajo de lo normal para no despertar a Ema ni a la abuela, que al igual que su nieta, intentaba dormir, o por lo menos trataba de aparentarlo.
Me tensé en cuanto escuché su voz, muy cerca de mi oreja, y apreté los ojos sin apartar la cara de la ventanilla.
Apoyó su mano sobre mi rodilla y se me erizó la piel. Pareció darse cuenta, pero esta vez no la apartó.
—¿Estás enfadada? —empezó— ¿Es por mí?
Sin previo aviso ni tiempo para impedirlo, una lágrima se deslizó por mi mejilla.
Matt se dio cuenta al momento y colocó sus dedos sobre mi barbilla haciéndome girar la cara para mirarlo, algo que no ayudó especialmente.
—¿Qué te ocurre? —de repente su voz sonó mucho más calmada.
Negué con la cabeza, sabía que si abría la boca me derrumbaría en cuestión de segundos.
Continué evitándole la mirada y de nuevo me acarició la rodilla suavemente. Respiré hondo y una a una las lágrimas humedecieron mi rostro.
—Puedes contármelo—insistió.
—No es nada…—sollocé con la voz ahogada y me pasé una mano por la cara, nerviosa, tratando de impedir que mis lágrimas siguiesen cayendo.
El taxista, un hombre fornido y con agradable expresión, nos observó por el cristal retrovisor entre extrañado y preocupado. Matt, con un gesto, le indicó que todo estaba bien y el hombre atendió de nuevo a la carretera.
—Llorar no es malo—añadió al observar mi insistencia por frenar las lágrimas.
Su respuesta me sorprendió, elevé la vista para mirarlo de nuevo y me dedicó una agradable sonrisa.
—¿Quieres hablar? —deslizó sus dedos suavemente por mis mejillas secando cada una de mis lágrimas.
Necesitaba que dejara de acariciarme, que se alejara de mí.
Negué con la cabeza, no era que no quiera contárselo, simplemente no me apetecía hablar. Aún así, sabía que necesitaría desahogarme más pronto que tarde, eran demasiadas cosas que tenía reprimidas en el pecho y no podía más. La muerte de mis padres hacía tan solo unas semanas, nuestra nueva vida con la abuela a la que hacía años que no veíamos, mi nueva rutina, el incendio que casi se había llevado a Ema, nuestra estancia en el hospital, en el hotel… y ahora en casa de Matt. Dicho todo seguido parecía lo que era, un caos que estaba acabando conmigo.
Definitivamente estaba muy estresada y me estaba pasando factura, no esperaba haberme derrumbado delante de él.
—Cuándo quieras… aquí estoy—finalizó la conversación.
O el monólogo, más bien.