—Buenos días.
Matt me recibió con una gran sonrisa en cuanto bajé las escaleras. Estaba sentado en el sofá con un chándal y se removía el pelo en un inútil intento de controlarlo.
—Bue…—me quedé pasmada observando lo que había sobre la mesa—¿Esto lo has hecho tú? —me interrumpí a mí misma.
—Además del rey de los chistes, soy el rey de las tortitas veganas —sonrió vacilón y se hizo a un lado, dejando más de medio sofá libre para mí—. También he preparado café.
—Gracias…—me ruboricé.
No sabía si realmente me avergonzaba de que hubiese preparado el desayuno específicamente para mí o de presentarme ante él con mi pijama de corazones y totalmente desaliñada.
Lo segundo, definitivamente.
Hice un intento de peinarme con los dedos, que pareció ignorar, y en su lugar, retomó la conversación.
—Con que te lo comas me conformo, me ha costado un viaje al supermercado y un tutorial de YouTube—bromeó.
Yo seguía ahí de pie, batallando si sentarme a su lado u optar por el sillón que tenía al lado. Matt me observó con una expresión extraña y a continuación se colocó todavía más hacia el extremo —si es que era posible— dejando espacio de sobra para no tener que rozarnos.
Te acaba de conocer y ya te ha calado.
No se merecía que lo dejara ahí solo después de todo, así que, con el corazón a punto de salirme disparado, tomé asiento junto a él.
Negué con la cabeza cuando me ofreció poner la televisión y nos quedamos los dos en silencio.
Menuda novedad.
—Come —irrumpió seriamente y lo miré sorprendida—. Puedo ofrecerte otra cosa si prefieres, pero por favor, come.
Me quedé observando el plato. Tenía una pinta increíble, pero tenía un nudo en el estómago que me impedía tragar.
Hice un esfuerzo y me llevé a la boca un fruto seco que adornaba las tortitas. Observé cómo Matt me miraba fijamente mientras masticaba la almendra y se me escapó una breve carcajada, a lo que él abrió los ojos, sorprendido.
—¿Estás bien? —No pude evitar sonreír al ver como se frotaba las manos constantemente por el pelo y el pantalón.
—Estoy deseando que las pruebes, y tú te comes las almendras—vaciló.
Sonreí tímidamente y me llevé a la boca un trozo de tortita. Las saboreé lentamente, alargando el momento de tensión sólo para verlo sufrir. No me quitaba los ojos de encima ni se molestaba en disimularlo.
—Me encantan. —indiqué y su cuerpo de destensó. Estaba más nervioso de lo que jamás admitiría.
La comida se acabó y ambos permanecemos en silencio. Se estaba convirtiendo en algo habitual esto de rodearnos de un ambiente terriblemente incómodo y no lo soportaba.
Matt me parecía de lo más agradable. Todavía no podía creer que me hubiese preparado el desayuno después de salvarle la vida a mi hermana y acogernos en su casa. Era un buenazo. Aún así, me costaba acostumbrarme a su contacto y eso me jodía.
Mucho.
Sabía que era alguien en quien podía confiar, pero tenía miedo. Tenía miedo porque si le dejaba verme sin esta horrible capa opaca —aunque no del todo— que me rodeaba, si le dejaba atravesarme, también le estaría abriendo las puertas a mi verdadera yo y… no quería volver a pasar por eso.
El pensamiento me golpeó en el costado como un bate, y llevé mi mano hasta ahí, haciendo presión, intentando ser discreta.
Los dos estábamos sentados en el sofá, juntos, pero con una distancia prudente entre nosotros—sabía perfectamente que se había dado cuenta y se había separado todavía más.
No hacía falta ser muy listo.
Me permití observarlo. No dejaba de removerse el pelo, despeinado, castaño y con alguna mecha clara. Me miraba fijamente con sus ojos azul intenso sin molestarse en ocultarlo, cualquiera diría que me estaba dando un repaso. No debían de ser ni las diez de la mañana, aún así, parecía tan casado como si hubiese estado todo un día de aquí para allá. Las ojeras bajo sus ojos y su expresión decaída me hicieron dudar cuánto tiempo llevaría sin dormir.
—¿Hace cuánto no duermes? —espeté y me miró, sorprendido. Al momento me di cuenta de mi pregunta impulsiva y me avergoncé. —Quiero decir… ¿A qué hora te has levantado?
—No te preocupes por eso, estoy bien—dijo al tiempo que me dedicaba una sonrisa no muy sincera y se le marcaba la mandíbula.
Era guapo.
Muy guapo.
Volví a la realidad en cuanto se recolocó en el sofá. Parecía incómodo.
El silencio reinaba de nuevo, mi pierna se zarandeaba dando pequeños golpecitos al suelo, expresando mi nerviosismo.
—Billie, ¿Podemos hablar?
Lo miré con una expresión extraña. ¿Hablar? Ya lo estábamos haciendo ¿No?
Definitivamente no.
—Necesito saber qué te pasa, intento entenderte, pero me lo pones muy difícil.
Se acercó a mí invadiendo por completo mi espacio personal y me sujetó una mano cuidadosamente. Un chute de adrenalina me recorrió de pies a cabeza y se me pusieron los vellos de punta.
—¿No lo ves? Necesito saber qué estoy haciendo mal, por qué apenas abres la boca, por qué no comes, y, sobre todo, por qué te asusto…—continuó sin soltarme la mano, como si de alguna forma intentara demostrarme que no pretendía hacerme daño—. Sólo te pido que me lo expliques.
Ahora sí que estaba realmente atacada. Los nervios me invadían todo el cuerpo como si realmente fueran ellos los que circulaban por mis venas. Me acomodé en el sofá, tratando de encontrar una postura medianamente cómoda e intenté tranquilizarme.
Tienes que hablar con él.
Seguro que no duerme por tu culpa.
Tampoco creo que fuese eso, apenas me conocía.
Porque no le dejas.
—Y bien…—insistió— Me separo todo lo que tú quieras— se movió hasta la otra esquina del sofá—, pero habla, por favor.
Nunca lo había visto tan serio. Hizo ademán de levantarse, pero lo sujeté por el brazo incitándolo a permanecer a mi lado.
Tienes que confiar en él.
Con una expresión de perplejidad para nada disimulada, se sentó de nuevo a mi lado, esta vez sin distancia, y esperó paciente —o no tanto, parecía que le iba a dar un ataque—.
«No me asustas.»
Quise decirle, pero obviamente no lo hice.
—Mis padres están muertos—me aventuré a responder después de un largo silencio.
Agaché rápidamente la cabeza, no me sentía capaz de mirarlo a la cara.
—Por mi culpa.