Estaba paralizada sobre en el escenario, en un punto desde el cuál no podía ser vista todavía. Mis piernas habían dejado de responder a mis señales y, como si hubiesen echado raíces, permanecían rígidas y pesadas cual troncos de árbol. Observé de refilón a la multitud que llenaba hasta rebosar el auditorio y el corazón se me detuvo. No podía respirar, como si me apretasen el cuello con una soga. Había perdido completamente el color de mi piel y mis ojos se desplazaban de un lado a otro del teatro.
No se oía ni un murmullo, cada persona ocupaba su asiento con expectación y me pareció que paseaban los ojos de un lado a otro del escenario buscando al siguiente intérprete, buscándome a mí.
¿Cuánto abrían pagado por estar ahí? Tenía entendido que el precio a pagar era voluntario, pero me bastó con analizar la primera fila para darme cuenta de que al finalizar el evento abríamos recaudado una cantidad insólita de dinero.
Me sentía una intrusa, ¿Qué pintaba yo entre toda esa gente?
Me había recogido el pelo en una trenza que descendía por mi hombro izquierdo, adornada con pequeñas florecitas moradas, a juego con mi vestido. No acostumbraba a llevar tacones, por lo cual me sentía un poco torpe.
De un momento a otro todas las luces se apagaron. Todo quedó completamente oscuro, a la espera de que cuando los focos sobre el escenario se encendieran de nuevo, yo estuviera sentada frente al instrumento, bajo el haz de luz.
Robinson asomó los brazos entre la cortina y me dio un ligero empujón que me hizo reaccionar. Me giré para mirarlo y elevó sus labios ligeramente hacia arriba, transmitiendo una confianza envidiable.
Avancé dando pequeños pasitos sobre la tarima de madera, me flaqueaban las rodillas y me sudaban las manos. Me acerqué a la pequeña banqueta frente al piano y tomé asiento, acompañada por pequeños temblores que me recorrían entera, alimentando mis nervios. Coloqué los dedos sobre las teclas, y al momento —como si alguien hubiera estado espiándome—, se encendieron los focos y me apuntaron desde arriba, dejándome completamente desnuda frente a los miles de ojos que me analizaban.
Acaricié las teclas con miedo, como si estas fuesen de cristal. El instrumento que tenía ante mí tenía un valor de más de un millón de dólares, bastaba un vistazo rápido para caer en la cuenta.
Los latidos del corazón se agalopaban aprensados en la punta de mis dedos, que estaban congelados, inmóviles en todas sus formas. Debía relajarme.
Apreté los ojos con fuerza aguantando la respiración, tratando de ignorar los cuchicheos de todos quienes tenían sus ojos clavados en mi perfil, aburridos ante mi indecisión.
Sin presentirlo, como si alguien me hubiese vaciado, como si estuviese entre una espesa niebla de esas que no te permiten distinguir absolutamente nada, un nubarrón se instaló en mi cabeza y me quedé en blanco. La canción que tan bien conocía, que tantas veces había tocado, que tantos recuerdos me evocaba, había desaparecido, se había evaporado dejándome ahí, vacía, sola e inútil cual muñeco de trapo.
Empecé a agobiarme todavía más, levanté la vista, pero no podía ver nada más que el enorme instrumento, todo lo demás estaba oscuro. A pesar de no poder verlos, podía sentir las miradas de todos los presentes. Los nervios se desataron de la peor forma posible y acabé temblando de una manera incontrolable. Se me aceleró todavía más la respiración —si es que era posible— jadeaba y el corazón batía contra mi pecho violentamente.
«Piensa rápido Bi…»
Las lágrimas se agaloparon en mi garganta, formando un pesado nudo que crecía a cada instante.
Intenté tararear la letra en mi cabeza repetidas veces, pero no me salía nada. Mi mente sólo pensaba en la decepción de todo el que me rodeaba, miles de personas que no conocía, pero entre ellas mi familia: mi abuela, mi hermana… y, sobre todo, mis padres. Me disculpé en silencio millones de veces, les estaba fallando otra vez y jamás me lo perdonaría.
Poco podía hacer, estaba aterrorizada.
De repente alguien chilló entre el público reclamando mi atención. Me daba miedo lo que pudiera encontrarme si levantaba la cabeza así que mantuve la mirada fija en el teclado, la cara de mi jefe, de los trabajadores… no podía con tanta presión.
De nuevo alguien volvió a quejarse y acabó conmigo, me destrocé en ese mismo instante, a ojos de todos. Primero fue una lágrima, que descendió solitaria hasta caer sobre mi vestido, dejando un pequeño surco de humedad en la tela, pero pronto le siguieron más y más hasta que, cuando quise darme cuenta, hipaba silenciosamente ahogada en mi propio llanto.
«Mamá, perdóname…»
Hubo un momento en el que se hizo el silencio de golpe, y fue aún más extraño y agobiante. Apreté la mandíbula y mantuve los ojos cerrados mientras mi pecho se agitaba con cada espasmo.
—Yo confío en ti, confía tú también.
Abrí los ojos de golpe e incliné la cabeza hacia el público, el corazón me dio un vuelco.
Allí estaba él, asomado al escenario desde la zona de butacas, fulminándome con sus iris azul intenso y el pelo revuelto pero arreglado al mismo tiempo. Se sirvió de sus brazos para impulsarse y, de un salto, quedó de pie sobre la tarima iluminada, ajeno a críticas y otras reacciones. Se acercó a mí, vestía una americana negra desabrochada que se le ceñía a los brazos y a la espalda, unos vaqueros y unas zapatillas relucientes, estaba realmente atractivo.
Sólo me salió sonreírle entre sollozos cuando me recorrió con los ojos. Se agachó a mi lado y posó sus manos a los lados de mi cara, secando mis lágrimas con una suave caricia y colocando dos de mis mechones tras las orejas, sin dejar de mirarme. Me besó en la frente y permaneció con sus labios en mi piel varios segundos. Cerré los ojos disfrutando de esa sensación, su aroma a vainilla inundó cada parte de mí haciéndome olvidarlo todo, sin ser consciente de que todo el mundo nos miraba.