Abrí los ojos muy despacio y pasaron un par de minutos hasta que fui consciente de lo que estaba pasando.
—¡Aaaj!
Me retorcí de dolor al intentar levantarme, me había golpeado la cabeza al caer por las escaleras y lo veía todo borroso, el dolor era espantoso.
Reparé en la situación de mi antebrazo, que me obligó a apartar la mirada si no quería desmayarme de nuevo, estaba repleto de parches de apariencia húmeda y supurante, despojados de piel.
La sensación de ahogo creció cuando conseguí ponerme de pie y me vi envuelto en una espesa y negra cortina de humo que envolvía todo el salón.
Me revolví de un impulso y el mundo se me vino encima de nuevo.
Otra puta pesadilla…
Eran las siete de la mañana y la claridad comenzaba a colarse entre las cortinas.
Me metí en la ducha de inmediato, no tenía la menor intención de volver a la cama a pesar de haber dormido sólo un par de horas.
Me pareció agobiante el simple hecho de verme rodeado de las mamparas de la ducha y opté por remojarme rápidamente con agua helada, centrando la dirección del chorro en mi brazo derecho, que me ardía como si las heridas estuvieran recientes.
Para mí lo estaban, siempre lo estarían.
Me detuve a observar las marcas, esta vez sin desviar la mirada. El dolor se concentraba en los dos parches cerca de la sangradura, la piel estaba ligeramente arrugada y de un tono rosado. Los sumergí bajo el agua y pequeñas gotas impregnaron cada milímetro de las cicatrices, pero el calor que estas desprendían, a mi parecer, era bastante más intenso.
Llevaba gravado a fuego —en el más fiel sentido de la palabra— los recuerdos del día en el que lo había perdido todo, del día en el que había dejado de ser yo para convertirme en una versión de mí que no me gustaba en absoluto. Porque la piel tiene recuerdos, y esa era la prueba.
Me cubrí el cuerpo con un chándal de algodón y me arreglé un poco el pelo antes de salir de la habitación.
La puerta, el dibujo, los recuerdos… allí estaba todo, frente a mí. Me había ausentado de casa durante más de una semana con la intención de olvidarlo y qué iluso de mí. Pero en ese instante sólo pude pensar en una cosa, en una persona más bien, y esta no empezaba por “E”.
El golpe de realidad fue tan brusco que casi lo sentí como si me hubieran pateado, prefería olvidar la noche anterior.
Bajé las escaleras sin ser consciente de que me estaba aferrando al pasamanos más fuerte de lo habitual y aceleré mi paso al caer en la cuenta. Cogí un paquete de galletas de la cocina y me senté frente al televisor para distraerme con alguna película.
El corazón dio un batacazo contra mi pecho al tiempo que yo salté hacia atrás. Allí sentada estaba Ema, llorando.
—¿Qué haces aquí? —Me acerqué a ella y tomé asiento a su lado, acariciando su cabeza despeinada.
Levantó la vista y se aferró a su peluche con fuerza, las lágrimas humedecían su pijama y otra vez mi cabeza pensó en esa chica que no empezaba por “E” y en cómo habíamos acabado hace tan sólo unas horas…
—Yo también he tenido una pesadilla—le confesé, secando sus lágrimas con el puño de mi sudadera.
—Estaba con mis papás…—sollozó y fue como si me pisotearan el corazón.
Le ofrecí las galletas, que aceptó con un brillo infantil y adorable en sus ojos castaños y comenzó a comérselas una tras otra.
La envolví entre mis brazos y me tumbé en el sofá, acomodando su pequeño cuerpo junto al mío. En cuestión de minutos la pequeña pelirroja se quedó dormida abrazada a mi cuerpo, se parecía tanto a Billie que por un momento mi mente creyó verla a ella.
—¿Ema?
Abrí los ojos tranquilamente, no había conseguido dormir, pero sí descansar un rato, Ema seguía abrazada a mí, sumida en un profundo sueño.
Giré la cabeza sobre mi hombro y me tensé nada más verla, con su pijama y el pelo naranja recogido en un moño desaliñado, recién levantada. Bajo sus ojos se distinguían a la perfección las ojeras, producto de no haber pasado muy buena noche.
Parece que no soy el único que no ha pegado ojo.
—Mierda…—susurró en un tono más alto del que hubiese deseado.
En cuanto me distinguió tumbado junto a su hermana, dio media vuelta y retrocedió sobre sus pasos.
—Espera, ¡Billie! —exclamé en susurros al tiempo que me separaba de Ema cuidadosamente.
Fui tras ella, que había acelerado el paso y subía las escaleras a toda velocidad, y la sujeté por la muñeca impulsivamente, justo antes de que se encerrara en su habitación. Dio un respingo y se le erizó el vello de todo el cuerpo, pero no me aparté. Una sensación bastante agria se hizo presente en mi estómago.
¿Volvíamos al inicio?
¿Desconfiaba otra vez de mí?
¿Le había hecho algo?
Me sentí derrotado nada más pensarlo, claro que le había hecho algo joder, y me odiaba por ello. La había sacado a rastras de esa habitación después de haberle gritado sin siquiera darle una explicación.
—Hablemos por favor…
—¿Hablar? ¡¿Hablar de qué Matt?!—espetó, intentando mantener el tono de voz, y me dejó de piedra. —Ya es un poco tarde para eso.
Se zafó de mi agarre de un tirón y abrió la puerta de su habitación, pero la frené antes de que cruzara la puerta. No entendía nada, o no quería entenderlo. Seguro que había sido Devon, el cabrón de mi amigo le habría contado algo.
—Hablar de…—intenté explicarme, pero me cortó, hecha una furia.
—¡Primero me gritas, me arrastras de la habitación y te largas durante más de una semana, y luego…! ¡Luego apareces, me dices que me quieres e intentas…!
Dejó la frase en el aire y aún así supe exactamente a lo que se refería. Dicho todo junto sonaba tal y como la había tratado, fatal. Billie me perforaba con los ojos, que comenzaban a cubrirse de una fina capa que los humedecía, tenía las mejillas encendidas y las manos apretadas en puños.