Asesinato en la Villa

Capítulo 1. Nos vamos de paseo

El sol se asomaba con intensidad esta mañana, como si el verano supiera que estos serían nuestros últimos de vacaciones. Las clases habían terminado, y después de meses de exámenes y noches en vela, por fin estábamos libres. Mis amigos y yo habíamos planeado este viaje durante semanas: cinco días perdidos en las montañas, lejos de la universidad, de los problemas, de todo. A veces solo se necesita un cambio de ambiente para estar mejor.

— ¡Alexa, se te hace tarde! — La voz de mi madre atravesó la puerta, seguida de unos golpes impacientes.

Ya estaba lista, con la maleta apoyada contra la cama y una extraña prisa corriéndome por las venas. No era solo emoción, era el momento que había esperado por mucho tiempo. Amo el campo, pero las pocas veces que había ido las podría contar con una mano. Espero jubilarme en una finca.

— ¿Me vas a abandonar? — la voz de mi amigo sonaba a regaño.

Yo estaba tranquila, él no era parte de mi plan de vacaciones — No puedes seguirme siempre, mi mamá pensará que eres un acosador. Hoy. Te. Quedas.

Mi amigo puso una cara de perro lamentable, pero tenía que ser fuerte. Lo conocía desde que tenía 15 años, y como su única amiga, hacíamos todo juntos. Sin embargo, mi madre recientemente se puso de mal genio con eso de que ahora que estoy por graduarme necesito un esposo. No podía darle motivos para que me juntara con él, de alguna forma nuestra relación nunca fue así. Por eso, tenía que hacer actividades sin él y hoy era uno de esos días.

— Quiero ir, nadie se dará cuenta que estoy ahí — él no se rendía. — Por favoooor.

— Dije que no. — salí sin mirar atrás de mi habitación — Y espero que cuando regrese la habitación no esté hecha un desastre.

El punto de encuentro era mi casa. Bajé las escaleras y encontré a Tifanny en la cocina, devorando los panqueques de mi madre.

— Alexa, si no vienes rápido, no quedará nada — advirtió mamá.

Tifanny, mi pequeña vecina de once años, me lanzó una mirada cómplice. La había conocido un año atrás, jugando sola en el parque, ignorada por los otros niños. Desde entonces, se había convertido en algo así como mi hermana menor. Convencer a sus padres para que la dejaran venir no fue fácil, pero al final cedieron. “Confiamos en ti”, me dijeron.

Un golpe en la puerta sonó en seco, como si alguien hubiera arrastrado los nudillos con demasiada fuerza. Abrí de un tirón y allí estaban Patricia y Alan, con sus mochilas al hombro y una expresión de urgencia en los ojos.

— ¿Aún queda comida? — preguntó Patricia, empujando suavemente la puerta para entrar sin esperar respuesta.

— ¿Tienes el descaro de venir a comer? — le respondí, aunque sabía que mi madre había cocinado el doble de lo necesario. “Para que no vayan con hambre”, siempre decía.

Se acomodaron en la mesa con la familiaridad de quienes han compartido muchas mañanas juntos. Alan, más callado que de costumbre, evitaba mirar a su hermana.

— Hablé con el señor del bus — anunció Patricia, mordisqueando un pedazo de pan —. Nos recoge en media hora.

Era nuestra organizadora nata. Había elegido el destino, una villa en las montañas, cerca del pueblo donde crecieron. Un lugar que describía con nostalgia, aunque nunca especificaban cómo lo habían dejado atrás.

— Insisto en que deberíamos ir a otro lado — gruñó Alan, clavando el tenedor en su plato con más fuerza de la necesaria.

El silencio incómodo que siguió delataba viejas heridas. Sabía que su infancia allí había sido dura. Hambre, frío, calor y padres ausentes, hasta que lograron escapar. Pero Patricia siempre se aferraba a los pocos recuerdos buenos.

— ¿Sigues con eso? — Ella le lanzó una mirada cortante —. Si tanto te molesta, quédate a cuidar a Luna. Nadie te obliga a venir.

Alan apretó la taza de café entre las manos, como si buscara calmar su furia. Luna era la gata de Patricia, que dejó con su madre.

— No voy a dejarte ir sola — dijo, con una sombra pasando por sus ojos —. Si no voy, ¿Quién evitara que te metas en problemas?

Patricia le agarró del pelo con furia, aquí van otra vez. A pesar de sus peleas, Alan siempre la protegía. “Él me crió más que nuestros padres”, me había confesado ella una vez. Era su hermano, su guardián… y, a veces, su prisión.

Afuera, el bus ya esperaba, su motor ronroneando como una bestia impaciente. Otros pasajeros, con rostros cansados y miradas vacías, subían uno a uno.

— ¿Dónde están Felipe y Marco? — Patricia golpeó el suelo con el pie, mirando el reloj por décima vez —. ¡El bus no los esperará!

— Sabes que ellos nunca llegan a tiempo — suspiré.

— ¡Pero hoy no es un día cualquiera! — gritó hacia la calle vacía, como si su voz pudiera arrastrarlos hasta aquí.

En ese momento, el conductor asomó la cabeza por la ventanilla. — Última llamada — anunció.

Marco apareció de pronto, corriendo como si lo persiguieran. Jadeaba, con el rostro congestionado y los ojos inyectados de prisa.

— ¡Llegas tarde! — le espetó Alan, cruzando los brazos.

— No encontraba… los zapatos de montaña… — Marco se agachó, apoyando las manos en las rodillas mientras tosía.

Patricia palideció de rabia. — Eso debiste prepararlo anoche. ¿Y Felipe?

Marco negó con la cabeza, evitando su mirada. — No me preguntes a mí. No lo vi.

Justo cuando Patricia abría la boca para gritar, el rugido de una motocicleta cortó el aire. Felipe llegó, despeinado y con una sonrisa de suficiencia, abrazado a una mujer de cabello oscuro y sonrisa peligrosa.

— ¡Vaya, justo a tiempo! — dijo, deslizándose de la moto con torpeza.

— ¡A tiempo, mi trasero! — Patricia estaba al borde del estrangulamiento. — ¡El bus ya estaba por irse sin nosotros!

Felipe solo se encogió de hombros, como si el viaje entero fuera una broma. — Pero aquí estoy, ¿no? ¿Nos vamos o qué?

El conductor del bus, nos observaba en silencio. Claramente molesto porque no subíamos rápido.




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