Chloe paseaba frente al jardín. Se detuvo frente a las recién plantadas rosas blancas y amarillas. Arrancó un pétalo y jugueteó con él entre los dedos.
―¿Qué haces aquí tan temprano? ―La voz de la pelirroja la sobresaltó. El pétalo se le cayó y aterrizó suavemente sobre sus zapatos deportivos.
―¡Qué susto me ha pegado! ―dijo, llevándose las manos al rostro ruborizado―. Salí a caminar desde el amanecer, di un montón de vueltas y aun así, llegué antes que todos.
―¿Qué te parecen las nuevas rosas? —preguntó Jenn, acercándose hasta el escaño.
―Doctora, me pone nerviosa cuando me hace más de una pregunta ―admitió, agachando la mirada. Estaba inclinándose para recoger el pétalo y llevárselo a la nariz―. Pero están bellísimas, más que las anteriores, supongo.
Jenn la observó mientras esta se distraía de nuevo con las flores. Chloe volvió a ponerse nerviosa.
―Es la costumbre ―admitió la pelirroja con una sonrisa al darse cuenta de que todavía le estudiaba el rostro a la pobre muchacha.
―Me lo imagino, todos los doctores aquí se parecen. —Chloe de repente la miró a los ojos―. Usted no es como ellos ―dijo con una expresión sombría, y los ojos entornados―. Al menos por ahora.
Jenn se echó a reír.
―¿Entonces debería preocuparme? ―Se sentó en el escaño y Chloe hizo lo mismo.
―Espero que no me malinterprete, pero el último psiquiatra que entró a trabajar, Ronald, era un hombre simpático, pero comenzó a acudir a Pottinger y se volvió extraño, como si le tuviera miedo a todo el personal. Parece un conejo asustadizo, si me lo pregunta.
―¿Y dices que eso sucede con todos? —preguntó la pelirroja con interés. Había apoyado el brazo en el respaldo del escaño mientras se cruzaba de piernas.
―Solo con los que están en contacto constante con el director. No sé si lo ha tratado, es un hombrecillo raro. ―Sacó su emparedado de pavo y ofreció el otro a la pelirroja, esta lo aceptó de buena gana.
―Esto iría mejor con algo de beber ―dijo la doctora al notar que Chloe no había llevado su acostumbrada gaseosa dietética.
Caminaron unos minutos hasta el bloque de establecimientos de comida y chucherías, mientras que Chloe seguía repitiendo que el director era un tipo extraño y le asustaba. Especialmente cuando se quitaba las gafas de sol.
―¡Tiene las pupilas blancas, por Dios santo! ¿Verdad que da miedo?
―En realidad nunca hemos cruzado más de tres palabras —admitió la doctora.
―¡Pues es mejor así! Si yo pudiera, me habría largado desde la primera vez que lo vi ―dijo con visible nerviosismo mientras mordisqueaba el emparedado.
De regreso a la clínica, Chloe le agradeció por invitarle la gaseosa, y cuando se llegó la hora indicada, Jenn entró detrás de ella por la puerta principal. Por dentro, la clínica era una serie de pasillos con puertas. Detrás del escritorio de Chloe se hallaba un lugar abierto; era una especie de sala de descanso en donde varias mesas y sillas ocupaban la mayor parte del espacio. El techo alto abarcaba la misma altura de la planta alta del departamento. Estaba rodeado de ventanas de casi tres metros de altura, que se iniciaban al ras del suelo, cuya vista consistía en un angosto pasillo que separaba la construcción de la pared de concreto que delimitaba el terreno.
―Si quiere fumar, hay una puerta por allá que da al pasillo ―dijo Chloe―. Está detrás de la cortina.
―No fumo, pero es bueno saber en dónde está cada cosa —dijo, a pesar de saber exactamente cómo estaba conformada la clínica.
―¿Quiere un café, doctora Harder? ―preguntó Chloe, pero la respuesta se quedó en el fondo de la garganta de la pelirroja cuando el director Pottinger hizo su entrada en la salita. Chloe se echó a andar hacia su puesto de trabajo sin mirar siquiera en dirección a él. Un par de psicólogos, un hombre y una mujer, estaban entrando también y se sentaron a charlar en el extremo contrario.
―Hola, doctor Pottinger ―saludó Jenn, inclinándose un poco a propósito.
El hombre movió levemente la cabeza, a modo de respuesta y se dirigió con paso apresurado hacia la cafetera que descansaba en una mesa, al fondo.
―Lamento molestarlo, pero necesito la llave de la bodega de archivos ―dijo cuando este se dio la vuelta.
―Damon no me dijo nada sobre eso ―dijo con tono receloso, sin detenerse por completo.
―No se preocupe, él lo aprobará. ¿Puede dármela después de la jornada?
―No hay problema, pero le advierto que ahí solo hay polvo y quizá ratas entrometidas ―dijo con marcado tono displicente.
―Descuide, sé lidiar muy bien con alimañas ―contestó ella en el mismo tono. Le mostró una enorme sonrisa y Pottinger salió echando chispas, más caliente que el café que llevaba den la mano.
―Eh, debería andarse con un ojo después de eso ―dijo una voz desconocida―. Pottinger es de pocas pulgas.
Jenn se volvió para ver quién estaba hablándole. Llevaba una coqueta taza color rosado y se balanceaba en las puntas de los pies. Una chica de cabello en moño le sonreía con timidez.
―Lo siento, soy Van, psicóloga. ―Jenn iba a presentarse, pero su voz lo impidió―. Usted debe ser Jenn Harder. Muchos hablan de usted por aquí.