Las campanas estaban sonando estrepitosamente desde el otro lado de la plaza. Las palomas que estaban cerca se habían echado a volar de forma brusca, escabulléndose entre las personas que se acumulaban en la entrada de la iglesia.
Era una mañana soleada de domingo; parecía que la extraña ola de calor había regresado después de que la ciudad hubiera sido apaleada por la lluvia y el viento helado. El murmullo se iba apagando conforme avanzaban al interior del recinto. Olía a incienso mezclado con cera, y poco se percibía el aroma de los crisantemos que adornaban los rincones. El techo abovedado formaba elegantes patrones de triángulos plateados que descendían hasta fundirse con las figuras de los querubines con trompetas que flanqueaban la entrada. Las pilas de agua bendita estaban a rebosar, algunas gotas escapaban por el borde, formando líneas que llegaban casi al suelo.
La cuarta fila apenas se estaba llenando. La psiquiatra se apresuró para tomar asiento junto a un par de ancianos que estaban contando las monedas de su ofrenda. Miró alrededor hasta toparse con una silueta que le resultó familiar. La figura se había quedado cerca de la entrada, mirando las estatuas semidesnudas de los querubines rechonchos, pasándoles los dedos por el filo de las alas doradas. Después se metió las manos en los bolsillos y vaciló entre sentarse por ahí o continuar de pie, examinando lo que tenía cerca. La luz que se filtraba por los ventanales le daba de lleno en la cara y entrecerraba los ojos a cada momento. A Jenn se le escapó una risita sofocada al ver la escena.
―Disculpen, tengo que salir ―dijo a la pareja de ancianos que se limitaron a mirarla como si hubiera soltado una blasfemia a viva voz. Se movieron apenas unos centímetros y ella pasó a duras penas.
―Pareciera que es la primera vez que pisas este lugar ―susurró cuando estuvo a su lado—. ¿Temes que empiece a salirte humo de la cabeza? —comentó divertida.
Milzy levantó la vista del suelo, pues se había puesto a mirar los patrones irregulares del mosaico y las gomas de mascar que formaban círculos grises bajo las pilas de agua; las intentaba mover con la punta de la bota.
―Nada de eso ―contestó con el mismo tono de voz. Parecía sorprendida de encontrar a Jenn ahí.
―Creo que está a punto de empezar, ¿quieres sentarte conmigo? Hay lugar por allá. ―Señaló el lugar del que había salido.
―De acuerdo —respondió Milzy despacio. Tenía una mueca de desconcierto cuando la siguió.
Caminó detrás de ella. De repente se sintió muy nerviosa, pero se aguantó la sensación que le empezaba a dificultar la respiración. Cuando ambas alcanzaron la fila, se llevaron una mirada colérica de parte de los ancianos, quienes habían sido interrumpidos de nuevo; no podían terminar de contar las monedas y habían empezado por enésima vez.
La ceremonia dio comienzo. El coro entonaba graciosamente una canción mientras el sacerdote avanzaba por el estrecho pasillo hasta llegar a su lugar. Jenn no se sabía las canciones más que en alemán, así que se mantuvo en silencio mientras los ancianos la escrutaban, atónitos. Alcanzó a escuchar la voz de Milzy que cantaba con suavidad, casi como para ella misma.
Después de la primera lectura, a Milzy le cosquilleó el brazo, empezó a sudar y a removerse incómoda. Temía que su propia respiración se fuera a escuchar en cada rincón de la iglesia y, antes de que todos tomaran asiento, se escabulló tropezando con los ancianos que la miraron con ojos de pistola. Acto seguido, Jenn echó andar tras ella.
La encontró sentada en uno de los escaños de hormigón de la plaza, tenía las manos en la cabeza y estaba encorvada. Respiraba ruidosamente por la boca; el sudor le caía por la frente. La pelirroja la observó unos segundos antes de acercarse. Se puso en cuclillas frente a ella y le tocó suavemente la mejilla con el dorso de la mano. El contacto provocó que Milzy reaccionara. Su voz le llegó demasiado lejana.
―Hey… Respira por la nariz ―dijo―. Eso, sigue así. Profundo.
El mundo parecía balancearse para Milzy, cerró los ojos y continuó respirando, pero sintió náuseas y terminó por vomitar encima de Jenn, manchándole los vaqueros y los zapatos.
―Lo siento ―dijo entre balbuceos.
Se levantó como pudo y se alejó para descargar su estómago una vez más sobre los adoquines. Tenía el rostro bañado en sudor y lágrimas a causa del esfuerzo. Sintió una mano sobre la espalda, era Jenn. Le había conseguido, en el tenderete de la plaza, una botella de agua y pañuelos para que se limpiara. Ella ya se había dado a la tarea de deshacerse del vómito de la ropa y el calzado, dejando solo manchas oscuras. La visión borrosa de Milzy no le permitió descifrar la expresión de la psiquiatra, pero estaba segura de que no era muy amigable.
Se enjuagó varias veces la boca y se limpió la cara. Limpió sus ojos y al fin pudo ver claramente a la pelirroja que la escrutaba con auténtica curiosidad; no era la actitud que esperaba de ella en ese momento tan… vergonzoso.
―¿Necesitas más agua? ―preguntó. Su voz sonaba cálida, atrayente, y Milzy no pudo evitar que una rara sensación se le instalara en el estómago.
―No, no. Ya estoy bien ―contestó con voz ronca.
La luz de la mañana hacía brillar el cabello cobrizo de Jenn, Milzy se quedó algo embobada mirándolo, recordando la primera vez que lo vio entre el mar de estudiantes en la facultad. Caminó despacio, desprendiéndose de la danza de esos cabellos, con temor a sentir que su estómago se estrujara de nuevo. Jenn le dijo que se sentaran un momento en el pasto, bajo los árboles. El viento soplaba agradablemente. Milzy agradeció que se le refrescara el rostro caliente. También agradeció que no hubiera tantas personas alrededor a esa hora. A excepción del tendero que observaba furtivamente.