Abrí la puerta de mi recámara para ir a la cocina a picar algo, y, —raramente— del otro lado encontré a Asher con la mano alzada, estaba a punto de tocar la puerta. Me sorprendí, se supone que estaba en otro país con su madre. Pero se encontraba ahí, delante de la puerta de mi habitación, a dos pasos de mí, con una sonrisa radiante adornando su rostro, sus ojos verdes grisáceos con el brillo característicos que siempre tenían, y, oh, las mejillas sonrojadas; tenía el pelo rubio recogido en una coleta desordenada y su flacucho cuerpo se encontraba oculto dentro de ropa veraniega.
Mi corazón se agitó y un sentimiento desconocido me invadió por completo. Pero todo empeoró cuando sonrió aún más, sentí que mis rodillas perdían fuerza y temí caer.
—Hola —saludó—. ¿Sorprendido?
—Un poco —dije cuando retomé la compostura.
—Ahora dame un abrazo—. De solo imaginar estar en los brazos suyos, un calor desconocido invadió mis mejillas, y mi estómago se sintió raro.
—No —dije inmediatamente, me sentía raro, mi cabeza estaba un poco mareada y tenía miedo de desmayarme.
—¿Por qué no? —hizo un puchero triste.
—Porque no quiero.
—Pero...
—Que no.
Ese día, por primera vez, vi a Asher con otros ojos, algo cambió en mi, o posiblemente fue en él, no estoy seguro, pero si sé que siempre noté a Asher, siempre lo amé aún sin saber que era amar y sin saber qué no lo amaba de la manera correcta.
Apenas tenía diez años cuando el tocó mi puerta esa tarde de verano y desde entonces no he podido mirarlo de otra manera.
Como a un amigo.