Hay dos tipos de personas en el mundo: las que llegan temprano al trabajo porque son responsables y organizadas, y las que llegan temprano porque no pueden dormir producto de la ansiedad. Adivinen en qué categoría estoy hoy. Podría argumentar que soy una innovadora, llegando antes que el sol para "optimizar la productividad" y "anticiparme a las necesidades del gobernador", pero la verdad es que llevo despierta desde las cuatro de la mañana, dando vueltas en la cama como una lavadora descompuesta y visualizando el apocalipsis laboral que me espera.
Entro a la Casa de Gobierno sintiéndome… extraña. No es solo porque es de madrugada y mi cerebro todavía no ha entendido que ya estamos en pie, sino porque noto un ambiente raro. Como si hubiera entrado a una película de terror donde yo soy la protagonista incauta y todos los demás saben que voy a morir al final.
La gente me mira. No una mirada casual de "ah, hola, buen día". No. Me miran con esa expresión que pones cuando ves a alguien que está a punto de descubrir que tiene un papel higiénico pegado en el zapato, o peor, que ha caminado todo el día con la falda metida en las bragas. Una mezcla de lástima, curiosidad morbosa y un toque de "menos mal que no soy yo".
Dos secretarias cuchichean cerca de la máquina de café, y apenas me ven, desvían la mirada como si estuvieran escondiendo información clasificada de la CIA o, más probable, cotilleando sobre la competencia de partidos políticos. El guardia de seguridad, Bob, que siempre me saluda con un "¿Lista para otro día de tortura burocrática?", hoy solo asiente con la cabeza y se queda en silencio, con una expresión en el rostro que sugiere que está a punto de leer mi esquela. Hasta la señora de la limpieza, María, me ve de reojo mientras pasa la mopa con mucha atención en el suelo.
Algo anda mal. MUY mal. Esto no es el típico lunes. Ni siquiera el lunes después de que la selección nacional perdiera un partido importante. Esto es otro nivel de "algo horrible está a punto de suceder".
Sigo mi camino con dignidad, que es difícil cuando sientes que todo el mundo te está mirando como si acabaras de anunciar que odias a los perritos, la pizza y a Ryan Reynolds, todo al mismo tiempo. Intento caminar erguida, sonreír levemente y mantener la compostura, pero por dentro estoy gritando. Llego a mi oficina anterior al despacho del señor Hayes y me dejo caer en el sillón con cuidado.
—Relájate, Eleanor—me digo a mí misma en voz alta, imitando la voz tranquilizadora de mi terapeuta (que, dicho sea de paso, va a tener mucho material para trabajar en la próxima sesión). “Seguramente es paranoia tuya. Tal vez están de mal humor. Tal vez hay un complot gubernamental en curso y yo soy la única que no sabe nada. Tal vez…”
Agarro el móvil y lo desbloqueo con dedos temblorosos. Reviso mi correo electrónico, mi cuenta bancaria, mi horóscopo, cualquier cosa que me distraiga de la inevitable verdad que sé que está a punto de golpearme en la cara como un ladrillo.
Y ahí está.
Mi cara, en todos los portales de noticias, en Instagram, en Twitter, en cada rincón oscuro y retorcido del internet posible. Un video borroso pero perfectamente entendible de mi show de stand-up, grabado clandestinamente por algún traidor sin sentido del humor, en el exacto momento en que digo:
—¿Saben cuál es el colmo de tener un jefe tan guapo y con tanto poder como este guapetón seductor? ¡Tentarte con escribirle por temas laborales a las 3AM un fin de semana! “Hola, jefecito, ¿quiere que le diga cómo lleva la corbata o se la jalo bien duro?"
Miro los comentarios, rezando para que la gente haya pensado que era una broma, una exageración, un delirio de una comediante en apuros. Pero la esperanza se desvanece rápidamente.
"JAJAJA, es la mejor descripción de Hunter que he escuchado."
"¿Sabía que trabajaba para él? Por Dios, qué valentía."
"¿Esto significa que ya está despedida o todavía no?"
"Le re doy like, pero también le re doy mis condolencias."
"Yo digo que Hunter le va a dar una noche de lujuria para que se calle... jajaja. Like si piensas lo mismo"
Mi estómago cae hasta mis pies y se va de fiesta en mi intestino grueso. Esto es peor de lo que imaginaba. Mucho peor. No solo he insultado a mi jefe, sino que lo he hecho de la manera más pública y humillante posible. He cometido suicidio profesional en horario de máxima audiencia.
Me paso una mano por la cara y trato de respirar, pero es difícil cuando sientes que toda tu existencia acaba de colapsar en tiempo récord. He cometido muchos errores en la vida: teñirme el pelo en casa (¡nunca confíes en las cajas de tinte que dicen "rubio miel"!), confiar en que podía hacer una sentadilla sin consecuencias (¡mi espalda todavía me está gritando!), pensar que una copa más no me haría daño (¡desperté en Tijuana una vez!), pero esto, ESTO es otro nivel.
Lo peor de todo es que… el chiste fue bueno. Demasiado bueno, quizás. Porque nada menos que la mano derecha del funcionario más guapo de toda esta gestión nacional lo ha exhibido. Y ese es el verdadero crimen aquí. Que haya logrado encapsular la frustración y la tensión sexual que siento por mi jefe en una sola frase ingeniosa y atrevida.
Mi teléfono vibra con un mensaje. Es de Matt, uno de mis amigos que estuvo conmigo anoche:
“¿Aún tienes trabajo o ya te mandamos flores?”
Genial. Este va a ser un día largo.