Así se gobierna el mundo

3. A prueba de todo

Llevo una hora sentada frente a mi escritorio, mirando mi teléfono como si fuera el Arca Perdida, el Santo Grial y el último Twinkie del planeta, todo en uno. Entre Instagram, las notificaciones de noticias y los memes sobre mapaches robando comida (que honestamente, son lo más sano de todo este embrollo), he logrado un nivel de ansiedad jamás alcanzado por un ser humano. Es como si el universo estuviera mirando desde el agujero de un microscopio gigante, con palomitas de maíz y una Coca-Cola tamaño familiar, riéndose mientras me reduce a la versión digital de una comedia de errores digna de los Tres Chiflados. Mi nombre, Eleanor Hayes, ahora aparece junto a “escándalo”, “polémica” y, mi favorito personal, “¿Quién es esta loca?”. ¿Por qué no añadir también “¡Despídanla, por favor!” en letras neón parpadeantes para terminar de hundirme en el fango mediático?

Lo peor de todo es que ni siquiera he tenido tiempo para repasar lo que dije. ¡Ni siquiera recuerdo el chiste que conté! Solo sé que en algún momento mencioné al gobernador Hunter y que mi cerebro, obviamente poseído por un demonio de la imbecilidad, pensó que era una brillante idea compararlo con un electrodoméstico ruidoso. Y eso, amigos míos, fue suficiente para hacerme trending topic #1 en Twitter. Ahora soy más famosa que el gato que come comida de a un solo granito o que el actor Tyson Six por su nude filtrada. Mi teléfono no para de vibrar. Mis compañeros de trabajo, antes amables y con tendencia a robar mis galletas, ahora me miran por encima del hombro igual que si fuera un personaje secundario en una película de terror, esperando el momento en que mi cabeza gire 360 grados y empiece a hablar en latín. Hice mi entrada triunfal esta mañana, cual leona herida en un circo romano, con mi café extra fuerte en una mano (porque la cafeína es mi única amiga en este momento), mis gafas de sol de aviador para intentar esconder lo que soy en realidad (una mujer que se está derritiendo por dentro, básicamente una vela vieja en un día caluroso), y la sensación paranoica de que todo el personal está esperando que me desplome por puro fracaso.

De repente, la puerta de mi oficina se abre con un golpe seco. No un golpe normal, no. Este fue un golpe con mensaje, un "¡Prepárate, Hayes, el Juicio Final ha llegado!" Y mis nervios, que ya estaban bailando la macarena en una cuerda floja, se disparan al infinito y más allá.

¡Es ÉL!

Becker Hunter.

La leyenda viva de los guapos, el gobernador de California, el hombre que hace que Brad Pitt parezca un adorable hámster y el único ser humano con el poder de hacer que cualquier mujer se arrepienta de haber nacido sin una perra autoestima. En serio, este tipo es el tipo de guapo que no parece real. Estoy segura que ha sido diseñado por un comité de genios del diseño genético, con un propósito específico: atormentar a las mujeres y dejarlas sin palabras... y con la terrible necesidad de comprar un bote gigante de helado de chocolate. Pero no de la buena forma.

Hunter entra a mi oficina con la misma solemnidad que si estuviera recibiendo un premio Nobel o desmantelando una bomba. Su traje, perfectamente cortado (probablemente hecho con el pelaje de unicornios vírgenes), tiene el tipo de rigidez que uno solo ve en los cuadros de reyes medievales o en el programa de impuestos. Todo en él es pulcro, calculado y tan inalcanzable que se siente como si estuviera en una cápsula de aislamiento emocional construida con hielo ártico y reforzada con la moral de un monje budista. Pero lo peor de todo es su mirada. O mejor dicho, su falta de mirada. Sus ojos grises son tan fríos que cualquiera podría quedar petrificado. Tengo sospechas de que quizá tiene una cámara oculta en su cabeza, que captura todos tus movimientos con calidad 4K, pero no porque le intereses, sino porque está esperando a ver cuándo cometes un error para anotarlo en su archivo mental con un resaltador rojo brillante y agregarle un comentario sarcástico en letra cursiva. Y lo peor, lo más infernal, es que ni siquiera tiene que hacer mucho esfuerzo. Solo su presencia en la habitación hace que el aire se vuelva denso, como si el oxígeno estuviera buscando desesperadamente una salida por la ventana y gritando: "¡Sálvese quien pueda!"

—Buenos días, Hayes —su voz es profunda, firme y... completamente vacía de cualquier rastro de simpatía humana. La calidez no existe en este hombre. Ni en sus palabras. Ni en sus gestos. Si alguna vez se le escapó una sonrisa, me lo perdí. A lo mejor la sonrisa era solo una leyenda urbana transmitida de generación en generación por asistentes personales desesperados.

Yo trato de no mirarlo fijamente, pero es casi imposible. ¡Es como tratar de no mirar al sol! ¡Te quedas ciego! Si fuera menos profesional (y más masoquista), diría que mi corazón está haciendo un remix de techno a toda velocidad en mi pecho, con un bass drop constante que podría hacer temblar las paredes. Sí, me gustan las fiestas electrónicas, entre mis aspiraciones a DJ, mi afán de ser comediante y mi perfil de experta en relaciones laborales, soy la antítesis de una persona idónea para secundar a un alto funcionario.

Intento contestar, pero mi cerebro no está procesando lo que está sucediendo en tiempo real; es como si estuviera intentando leer un libro en klingon mientras hago malabares con patos de goma. Así que solo asiento, más como un reflejo espinal que como una decisión consciente.

—Buenos días, señor Hunter —logro decir, con una sonrisa tan falsa que claramente no llega a mis ojos. Es más bien una mueca nerviosa que se asemeja a la sonrisa de un maniquí de ventrílocuo poseído. Si tan solo pudiera actuar como si todo estuviera bien, como si el mundo no se estuviera acabando y yo no fuera la responsable, pero no. No es tan fácil, no con él parado ahí, proyectando una aura de decepción que podría apagar las luces de la ciudad.

Hunter se acerca a mi escritorio con la gracia de un guepardo cazando a su presa, tan tranquilo que me hace sentir como si un terremoto de magnitud 9.0 estuviera por ocurrir y yo fuera la última en enterarme. En lugar de sentarse, se queda de pie frente a mí, mirando mis papeles (que consisten principalmente en dibujos circulares que hago en eternas llamadas de cada jornada), mis notas (que son garabatos ininteligibles sobre sobre temas a apuntar y listas de compras), mi computadora (que tiene como fondo de pantalla un meme de un perro con un sombrero de copa) y luego se detiene en la taza de café medio vacía que tengo en la mano.




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