Así se gobierna el mundo

6. Un tropezón ¡sí es caída!

Si el suelo pudiera tragarme, en este momento estaría haciendo turismo por el centro de la Tierra. Literalmente. Siento el calor de la vergüenza subirme por el cuello, extenderse por mis mejillas y concentrarse peligrosamente en la punta de mis orejas. Porque sí, acabo de protagonizar el número más torpe, patético y humillante de mi carrera. Acabo de caer de cara. En la mesa. De primera fila. Caminando sobre el escenario, saludando a la gente, encandilada por las luces y los flashes…derechito al vacío.

Y no he caído en cualquier mesa de primera fila, no. Tenía que ser esa mesa. La mesa donde está sentado él. Mi ex. El espécimen masculino que juré olvidar, borrar de mi memoria y, en caso de encontrármelo por la calle, ignorar olímpicamente. Porque, claro, cuando la vida decide darme una patada en el trasero, no se conforma con un simple puntapié. No. Me humilla con una producción digna de Hollywood, con efectos especiales, banda sonora y un elenco de extras dispuestos a documentar cada segundo de mi caída.

Estoy enredada. Enredada entre servilletas de lino que ahora lucen manchas de pintalabios (mi pintalabios, por supuesto, porque ¿quién más iba a ser la responsable de esta catástrofe?), vasos tambaleantes que amenazan con inundar la zona y lo que parece ser una botella de agua con gas que ha decidido vaciarse por completo sobre mi blusa. ¡Genial! Justo lo que necesitaba. Unos cuantos litros de agua helada para resaltar aún más las zonas que preferiría mantener ocultas, al menos hasta que pueda huir de este lugar y esconderme bajo una manta durante los próximos diez años.

Escucho una mezcla de jadeos ahogados, risitas nerviosas y el sonido inconfundible de teléfonos móviles capturando mi desgracia en alta definición. Apuesto a que mi caída ya está trending topic en Twitter.

—Eleanor… —dice una voz masculina, grave y demasiado familiar, justo a mi lado.

Lentamente, muy lentamente, levanto la vista. Mi ex. Liam. Alto, con el cabello castaño perfectamente peinado (¿cómo lo hace? ¿tiene un peluquero personal esperando en la puerta?), esos ojos azules que una vez me hicieron perder la razón y esa sonrisa… esa maldita sonrisa de "te lo dije" que siempre, siempre, me sacaba de quicio. Pero ahora mismo, con el agua goteando por mi cara y las servilletas pegadas al pelo, lo único que me importa es que me está tendiendo la mano. Una mano grande, cálida y sorprendentemente reconfortante.

Me debato entre aceptar su ayuda y seguir fingiendo que estoy perfectamente cómoda en mi nueva posición horizontal. Pero la dignidad ya la perdí hace rato, así que…

—No digas nada —le susurro, con la voz ronca por la vergüenza, mientras acepto su mano. Su tacto me da un pequeño calambre, como cuando tocas un cable pelado. Idiota, Eleanor, concéntrate.

—No dije nada… aún —responde él, con una media sonrisa que no puedo descifrar. ¿Es diversión? ¿Compasión? ¿Lástima? Probablemente las tres cosas.

Mientras me reincorporo con la gracia de una jirafa bebé aprendiendo a caminar, dos empleados del lugar corren a mi rescate, armados con trapos y expresiones de genuina preocupación. Intentan, en vano, limpiar el desastre. Yo, por mi parte, intento recomponerme. Intento enderezar mi blusa mojada, quitarme las servilletas del pelo y convencer a mi corazón de que deje de latir tan rápido. Todo esto mientras la audiencia entera sigue riendo como si estuvieran viendo la mejor comedia del siglo.

¡Espera!

Si están riendo… si de verdad se están riendo… ¡tengo que aprovecharlo!

Soy comediante, después de todo. Se supone que mi trabajo es hacer reír a la gente. Y si mi propia desgracia puede servir como combustible para la risa, entonces que así sea.

Me sacudo el agua de la blusa, respiro hondo (¡profundo, Eleanor, profundo!) y camino, o más bien me tambaleo, hasta el escenario con la dignidad de una reina en desgracia. Agarro el micrófono, intentando que mis manos no tiemblen demasiado.

—Bueno, definitivamente esta no era la entrada triunfal que tenía en mente—digo, con una voz que, sorprendentemente, suena bastante firme.

La risa en el público se intensifica. Perfecto. Justo lo que quería.

—Quiero que quede registrado, para la posteridad, que en mis años de comediante jamás, jamás, había sido mi propia broma antes de empezar el show. Siempre me esforcé mucho para hacer reír a la gente. Ahora yo soy la broma en sí.

Más carcajadas. Bien. La cosa mejora. Parece que la gente ha olvidado el penoso espectáculo que he dado hace unos segundos.

—Pero lo peor de todo, lo verdaderamente catastrófico, no es la caída en sí. No. Lo peor es haber caído justo en la mesa de mi ex frente a mi jefe que es el mismísimo gobernador. Porque nada, absolutamente nada, grita más "superación personal" que aterrizar de bruces directamente sobre la persona con la que juraste solemnemente nunca, jamás, volver a cruzarte. No diré los motivos sino mañana te cancelan Liam.

El público estalla en una ola de risas y aplausos. Incluso Liam se ríe y sacude la cabeza con una mezcla de diversión y resignación. No lo culpo. Si yo fuera él, estaría pensando que me he vuelto aún más torpe con los años, o que quizá mi subconsciente, de alguna manera, me ha obligado a caer en su mesa para llamar su atención. Las dos opciones son igual de aterradoras.

Y entonces lo veo al gobernador, pero… ¿sonriente? ¿Es posible?

¡ESPEREN! ¡EL HOMBRE SE ESTÁ RIENDO! ¡ESTÁ REALMENTE RIÉNDOSE!

Esto es histórico. Esto es un evento de proporciones sísmicas. ¡Que alguien lo grabe! Ah, cierto, ya hay cientos de teléfonos apuntando a mí, así que probablemente este momento va a quedar inmortalizado en internet por toda la eternidad. Ya me imagino los memes: "El gobernador Hunter riendo por primera vez en la historia, gracias a la torpeza de su asistente".

—No sé qué es más humillante —continúo, sintiendo que poco a poco voy recuperando el control de la situación—, si caerme en público de esta manera tan espectacular, o que todos los asistentes del lugar priorizaran sacar fotos y vídeos de mi desgracia antes de siquiera pensar en ayudarme a levantarme. ¡Son unos crueles! ¡Unos desalmados! Pero los perdono. Porque si mi dolor les causa gracia, adelante, ríanse. Al menos le sacaron provecho a mi sufrimiento.




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