Así se gobierna el mundo

10. Cuando los sentimientos no son de ambas partes

El reloj de la pared, ese juez implacable del tiempo perdido y las horas extras no remuneradas, marca una hora que clama venganza. Son las… bueno, da igual qué hora es, es oficialmente la "Hora de Sacar el Saco de Dormir Debajo del Escritorio". Mi espalda ha decidido declararse en huelga de celo, emitiendo unos crujidos que suenan sospechosamente a código morse pidiendo auxilio. Mi cerebro, pobre mártir, ha alcanzado el estado de "huevo frito con puntilla quemada"; si intento tener una idea original ahora mismo, probablemente solo produciría humo y olor a tostado. Hasta mis chistes internos, esos compañeros fieles en la batalla contra el tedio burocrático, han tirado la toalla. Señal inequívoca de que mi sistema operativo cómico necesita un reinicio urgente antes de estar suficientemente quemada como para que mi último show de esta temporada sea un fiasco. A estas alturas, mi nivel de productividad es comparable al de esa planta de plástico que lleva tres años acumulando polvo en la esquina. Al menos ella tiene la dignidad de no quejarse.

Y entonces está él. El Gobernador Becker Hunter. El Everest de la compostura. El Usain Bolt de la ética laboral. Sigue ahí, en su silla ergonómica que probablemente cuesta más que mi coche (si tuviera coche, claro). Impecable. Ni un pelo fuera de sitio, ni una arruga en ese traje que parece tallado en mármol azul marino por los mismísimos dioses del Olimpo sastres. ¿Este hombre no suda? ¿No se despeina? ¿No siente jamás el impulso irrefrenable de poner los pies encima de la mesa y buscar memes de gatos en internet? Es como si la responsabilidad fuera su Red Bull personal, una fuente inagotable de energía que lo mantiene en modo "superhéroe de la administración pública" 24/7. A veces sospecho que debajo del traje lleva otro traje, por si acaso.

De repente, sin ni siquiera concederme el honor de un contacto visual –sus ojos siguen pegados a la letra pequeña de algún decreto trascendental sobre el tamaño reglamentario de los clips–, suelta la bomba.

—Señorita Hayes, ya puede retirarse. Su jornada ha concluido.

Parpadeo. Una, dos, tres veces. Mis pestañas, cansadas de tanto leer informes soporíferos, hacen un esfuerzo sobrehumano. ¿Eso es todo? ¿"Su jornada ha concluido"? ¿Así, sin más? ¿Ni un "Buen trabajo hoy, Hayes, a pesar de ese comentario ligeramente inapropiado sobre la corbata del Ministro de Minería"? ¿Ni un "Gracias por sacrificar su vida social en el altar de la política regional"? Nada. Cero. Hombre de hielo, nivel experto. Si este hombre fuera un helado, sería de sabor "protocolo estricto" con virutas de "indiferencia glacial".

Me recompongo. Enderezo la espalda (ouch, error) y cruzo los brazos, adoptando mi pose de "no me vas a despachar tan fácilmente, que todavía me queda cafeína en el sistema y preguntas impertinentes por hacer".

—¿Y usted no se va, señor Gobernador? —pregunto, intentando que mi voz suene casual y no como el graznido de un cuervo con faringitis—. ¿Piensa fusionarse con el mobiliario de la oficina? ¿Está intentando batir algún récord mundial de permanencia en despacho gubernamental?

Él, por fin, levanta la mirada. Solo un instante. Lo suficiente para clavar esos ojos glaciales que parecen analizar mi estructura ósea y mi declaración de la renta al mismo tiempo. Luego vuelve a sus papeles sagrados.

—Aún tengo trabajo pendiente, señorita Hayes —responde, con ese tono de voz que sugiere que la pregunta es tan absurda como preguntar si los peces necesitan bicicleta. Como si quedarse hasta las tantas revisando gráficos de barras fuera la actividad de ocio más normal y placentera del universo.

Una vocecita en mi cabeza, con un tono sospechosamente parecido al de Katarzyna, su novia (sí, el iceberg tiene novia, una mujer encantadora y desconcertantemente normal que una noche, después de dos copas de vino, me confesó algunos secretos del lado humano de Hunter), me susurra: "Becker se toma todo demasiado en serio, querida. Necesita que alguien le recuerde que existe algo llamado 'fin de semana'". Claro que se lo toma en serio. A este hombre le das cinco minutos libres y probablemente los invierte en optimizar su agenda para los próximos cinco minutos libres. Le propones unas vacaciones y te pide un informe detallado sobre el retorno de la inversión en descanso y los indicadores clave de rendimiento del bronceado.

Una sonrisa traviesa, de esas que suelo reservar para el escenario cuando estoy a punto de soltar una barbaridad, se dibuja en mis labios. Me inclino ligeramente sobre su escritorio, invadiendo su espacio vital con la sutileza de un tanque de guerra.

—Usted es un caso perdido, señor Hunter. Irrecuperable. Un adicto al trabajo de manual —bromeo, aunque una parte de mí lo dice muy en serio—. ¿Alguna vez, en la larga y fascinante historia de su existencia, ha considerado la remota, casi herética, posibilidad de… —hago una pausa dramática— …relajarse? ¿Desconectar?

Él me mira. Y entonces ocurre. El Milagro. La Aberración Cósmica. Una de las comisuras de sus labios se eleva. Mínimamente. Unos pocos milímetros. No llega a ser una sonrisa completa, ni siquiera una media sonrisa. Es más bien… una sugerencia de sonrisa. Una hipótesis de expresión facial humana. Como si un músculo facial, por pura rebeldía, hubiera decidido actuar por su cuenta durante una fracción de segundo antes de ser sometido de nuevo a la disciplina férrea del estoicismo.

—No tengo tiempo para relajarme, señorita Hayes —dice, y la micro-sonrisa se desvanece tan rápido como apareció, como un espejismo en el desierto de su seriedad.

—¿Nunca? —insisto, porque mi capacidad para dejar las cosas estar es inversamente proporcional a mi necesidad de cafeína—. ¿Ni un poquito? ¿Ni los domingos por la tarde? Oh, claro, qué tonta soy, olvide que para usted los domingos son solo pre-lunes con menos tráfico. ¿Qué hace para despejarse la mente entonces? ¿Cuando no está salvando la democracia o inaugurando rotondas? ¿Se lee el Código Penal como quien lee una novela de misterio antes de dormir?




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