Así se gobierna el mundo

12. Negociando con el satán

Es temprano. No, rectifico. Es absurda, ridícula, insultantemente temprano. El tipo de temprano en el que los pájaros todavía están negociando con sus despertadores internos si vale la pena el esfuerzo de cantar. El tipo de temprano en el que mi propia alma siente que la estoy arrancando de un sueño maravilloso (probablemente uno donde me daban un premio Pulitzer por un tuit ingenioso) para arrojarla a la cruda realidad. Mi ducha, mi fiel y burbujeante compañera de las mañanas, probablemente siente que le estoy siendo infiel. "¿Ya? ¿Otra vez?", parece susurrar el chorro de agua. "Pero si apenas nos despedimos hace unas pocas horas..."

Estoy ahí de pie, bajo el agua tibia que intenta, con admirable paciencia, lavar no solo los restos de sueño, sino también la adrenalina residual de anoche. Es como intentar quitar purpurina después de una fiesta de fin de año: simplemente se pega, se esconde en rincones inesperados y reaparece cuando menos te lo esperas. El agua cae sobre mis hombros, y por un instante, casi puedo sentir de nuevo ese calorcito eléctrico, esa vibración colectiva que te recorre cuando doscientas personas se ponen de pie y aplauden como si acabaras de inventar la cura para la resaca. Fue glorioso. Fue catártico. Fue… potencialmente un suicidio profesional replicado por redes sociales sin fronteras ni final.

Mi piel todavía parece cosquillear con el eco de las risas, con la energía de esa sala abarrotada. Pero mi cabeza, esa traidora llena de neuronas hiperactivas, ya ha cambiado de canal. Ha pasado del modo "Estrella de Rock del Humor Político" al modo "Oh Dios Mío, ¿Qué Hice Anoche y Por Qué Mi Teléfono Parece Estar Sufriendo Convulsiones?". La pregunta no es si soy viral otra vez, la pregunta es cuán viral y qué consecuencias apocalípticas tendrá esta vez. Porque, seamos sinceros, mi capacidad para meterme en líos mediáticos es directamente proporcional a mi talento para hacer chistes sobre gente poderosa. Es un don. O una maldición. Probablemente ambas cosas.

Finalmente, decido que ya he marinado lo suficiente en mi propia mezcla de triunfo y pánico previo al amanecer. Cierro el grifo, sintiendo la traición de la ducha en el súbito silencio. Me seco con una toalla que parece tener vida propia y una vendetta personal contra mi piel. Es menos un secado y más una lucha libre improvisada en el baño. Gancho de derecha con la felpa, llave de cuello con el algodón. Creo que he ganado, pero la toalla ha dejado pelusas estratégicamente situadas como pequeñas banderas de su resistencia.

Me planto frente al espejo. El espejo, ese cabrón honesto y sin filtros. La cara que me devuelve la mirada es… interesante. Es la cara de una mujer que durmió unas cuatro horas, soñó con ministros furiosos persiguiéndola con excavadoras en miniatura, y que sabe, hoy va a ser un DÍA. Con mayúsculas. Probablemente uno de esos días que requerirán múltiples dosis de cafeína, chocolate, y quizás un casco protector emocional. Hay ojeras que podrían clasificarse como equipaje de mano en algunas aerolíneas, pero también hay un brillo desafiante en los ojos. Es la mirada de alguien que sabe que ha pateado el avispero y ahora tiene que lidiar con el enjambre, pero que, en el fondo, una pequeña parte retorcida de sí misma lo está disfrutando.

Ahora viene la parte difícil: el vestuario. ¿Cómo se viste una persona que anoche era una bufona incendiaria y hoy tiene que ser una asesora gubernamental respetable (o al menos, intentarlo)? Abro el armario, que parece juzgarme en silencio. Mis opciones oscilan entre "demasiado divertida para una oficina" y "tan aburrida que podría camuflarme con la fotocopiadora". Necesito mi mejor intento de "seriedad laboral chic con un toque de 'por favor, no me despidan'". Después de una deliberación interna que rivalizaría con una cumbre del G7, opto por la armadura estándar: pantalones de vestir negros (que disimulan las manchas de café y la desesperación), una camisa blanca impoluta (que grita "soy profesional, ignoren mi historial de Twitter") y unos zapatos de tacón bajo que me permiten correr si la situación degenera en una persecución por los pasillos (nunca se sabe). El pelo… bueno, hago lo que puedo. Consigo un peinado que, con suerte y una cantidad industrial de laca, podría mantenerse cohesionado durante más de diez minutos sin empezar a parecer el nido de un pájaro particularmente desordenado o un homenaje involuntario a algún grupo de rock de los noventa. Lista. O lo más lista que voy a estar.

Procedo a la cocina, donde me espera el desayuno de los campeones… o de los condenados a un día de estrés: una tostada. Una tostada solitaria y un poco pálida. La miro con la misma emoción con la que miraría un informe sobre la normativa de clasificación de residuos sólidos urbanos. Le unto un poco de mermelada con la misma alegría con la que firmaría mi propia sentencia de despido. Mientras mastico esta delicia culinaria con la textura del cartón corrugado, cometo el error fatal. El pecado capital de toda persona que ha dicho algo remotamente controvertido la noche anterior: abro las redes sociales.

Primero Instagram. Historias. Reels. Fotos etiquetadas. Ahí estoy yo, con una cara de loca iluminada por los focos, gesticulando como una poseída mientras el público ruge. Luego Twitter. Oh, Twitter. Ese maravilloso y tóxico patio de colegio global. Mi nombre es trending topic. De nuevo. #EleanorHayes #ComediaYPolitica #MinistroEncabronado (ese me hace sonreír, la gente es creativa) #LaPayasaDelGobierno (ese duele un poquito, pero qué le vamos a hacer). El vídeo. El puto vídeo está en todas partes. El fragmento clave. El momento exacto en que describo, sin nombrarlo pero con una precisión quirúrgica que haría sentir orgulloso a un neurocirujano, al cerdo engreído del Ministerio de Minería y su alergia crónica a la alegría. Está en loop. Infinito. Hipnótico. Como un accidente de coche del que no puedes apartar la mirada.




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