Hoy comienzo la jornada en un lugar que, definitivamente, no es mi caótico y adorable apartamento con goteras artísticas y vecinos que practican la batería a las tres de la mañana. No. Estoy en El Apartamento. Con mayúsculas. El que me han asignado temporalmente para mi "periodo de aclimatación al estilo de vida gubernamental de alto standing". O, como yo lo llamo, "La Jaula Dorada Donde Temo Tocar Algo Por Si Lo Rompo y Me Lo Cobran en Órganos".
Este sitio huele a una mezcla embriagadora y ligeramente intimidante de madera noble recién pulida, poder silencioso y una colonia masculina carísima . Despertarse aquí es como abrir los ojos dentro de las páginas satinadas de una revista de diseño escandinavo. Todo es minimalista, elegante, de líneas puras y colores neutros. Hermoso, sí. Impecable, también. Pero, seamos sinceros, te da un miedo atroz moverte. Temes dejar una huella dactilar en la mesa de cristal impoluta. Temes arrugar el edredón de lino orgánico tejido por monjes tibetanos ciegos. Temes respirar demasiado fuerte por si descuadras la armonía zen del espacio. Es como vivir en un museo donde tú eres la pieza más torpe y fuera de lugar.
Ahora mismo, mi mayor desafío existencial no es la inminente crisis política o mi vida amorosa inexistente/complicada. No. Mi Everest personal está aquí mismo, en esta cocina que parece sacada de una nave espacial. Me enfrento a ella: La Cafetera Alemana del Mal. Es una máquina imponente, de acero inoxidable brillante, con más botones que el panel de control de un Boeing 747. Y, por supuesto, para añadirle emoción al asunto, ninguno de esos ocho botones tiene palabras. Solo símbolos crípticos que podrían significar "café extra fuerte" o "activar secuencia de autodestrucción". Siento que necesito un manual de instrucciones de trescientas páginas y un doctorado en ingeniería aeroespacial solo para prepararme una triste taza de café. ¿Qué le pasó a la vieja y confiable cafetera de filtro que gotea y hace ruidos raros pero cumple su función? Probablemente la consideraron demasiado… plebeya para este entorno.
Mi vida, señoras y señores, ha dado un giro de 180 grados en menos tiempo del que tardo en contar un chiste malo. Me han "aislado". Esa es la palabra oficial. Como si fuera un caso de estudio antropológico fascinante: "La Comediante Salvaje: Adaptación a un Hábitat de Lujo y Protocolo". Me están "aclimatando". Preparándome para… bueno, para la locura que se avecina.
No es que ya sea la señora del candidato a presidente ni nada parecido. ¡Dios me libre! Todavía no. Pero el cambio es lo suficientemente real como para que anoche, en esa oficina tensa y cargada de revelaciones, un hombre muy importante, muy serio y muy… él, me dijera, sin apenas pestañear, mirándome con esos ojos angelados que te perforan el alma: "Quiero que seas parte de la fórmula presidencial. Quiero que seas mi esposa".
Solo pensarlo me provoca una reacción física. Una pausa mental. Una necesidad urgente de gritar internamente. Un grito largo, agudo y probablemente muy poco digno. ¡ESPOSA! ¡PRESIDENCIAL! ¡BECKER HUNTER! ¡AAAAAAAH!
Claro, él no lo dijo así. Obviamente. Becker Hunter no usa palabras tan… directas. Tan… humanas. Él habla en código gubernamental-corporativo. Su versión de una propuesta de matrimonio (falso, recordemos, ¡falso!) sonó más bien a: "Señorita Hayes, tras un análisis exhaustivo de las variables sociopolíticas y las proyecciones electorales, hemos llegado a la conclusión estratégica de que una reestructuración de mi estado civil podría optimizar la percepción pública de mi candidatura. Necesitamos generar una narrativa de unidad y estabilidad. Por lo tanto, se requiere su participación activa en la implementación de un compromiso formal simulado. Evaluaremos la viabilidad de esta relación mediante focus group y análisis de sentimiento en redes sociales antes de proceder a la fase de ejecución pública".
Romanticismo nivel hoja de cálculo de Excel. Poesía pura de algoritmo político. Te derrite el corazón… o te congela las neuronas, que es más probable.
Pero –y aquí viene el "pero" que me tiene dando vueltas como una peonza borracha– debajo de toda esa palabrería tecnocrática, debajo de esa fachada de iceberg con traje, yo sé que hay algo más. Algo real. Puedo sentirlo. O quizás solo quiero sentirlo desesperadamente. Tiene sentimientos. ¡Lo sé! Sentimientos que probablemente él mismo considera una debilidad estratégica, un bug en su sistema operativo, y que está intentando anular, reprimir, meter en una caja fuerte mental por el bien del país, por la misión, por la maldita política.
¿Y cuáles son esos sentimientos? Bueno, la ecuación es complicada y potencialmente explosiva: A (yo) claramente siente una atracción gravitatoria innegable hacia B (él). B (él), por su parte, emite señales contradictorias que podrían interpretarse como un interés recíproco hacia A (yo), pero también existe C (la otra, la ex-novia/prometida política/figura misteriosa con la que no puede estar en público por oscuras razones de orgullo nacionalista, intereses cruzados o vaya usted a saber qué culebrón palaciego). Es un triángulo amoroso-político-kafkiano. Y yo estoy en el vértice más confuso y peligroso. Yo lo sé. Él lo sabe. Y ahora, para añadirle más diversión al asunto, parece que hasta su jefa de protocolo, la temible Greta.
¿Cómo lo sé? Porque hace exactamente quince minutos, mientras yo todavía luchaba contra la cafetera alemana y mi propia incredulidad, una mujer alta, rubia, con un traje impecable y la expresión facial de un sargento instructor de los marines, llamó a la puerta. Era Greta. Y me entregó un sobre. Un sobre grueso y de aspecto oficial. Dentro no había una carta de bienvenida con bombones. No. Había mi "Plan de Entrenamiento Personalizado para Futura (Falsa) Primera Dama en la Sombra".
Sí, han leído bien. ENTRENAMIENTO.
Al parecer, convertirme en la esposa florero (aunque sea en secreto y temporalmente) del (futuro posible) hombre más poderoso del país requiere una preparación más intensa que la de un astronauta para ir a Marte. Es casi militar. Tengo que aprender un millón de cosas que nunca pensé que necesitaría saber. A comportarme como una primera dama sin serlo oficialmente (todavía). A sonreír durante horas sin que se me acalambre la cara ni parezca una muñeca diabólica. A hablar con embajadores y dignatarios extranjeros sin meter la pata, sin preguntarles si han visto la última temporada de esa serie de Netflix o, peor aún, ¡sin pedirles su signo zodiacal para ver si somos compatibles! (Nota mental: investigar el signo zodiacal de Hunter. Solo por curiosidad científica, claro). A reírme en eventos públicos con una sutileza y elegancia que rocen lo sobrehumano, pero ¡cuidado!, no demasiado, no vaya a ser que eclipse la gravedad de la situación nacional o que parezca que me estoy divirtiendo demasiado mientras el país se enfrenta a… bueno, a lo que sea que se enfrente ese día.