Tengo las palabras en la punta de la lengua cuando me siento frente a Becker Hunter, o como me gusta llamarlo en la intimidad de mi mente caótica, "Su Excelencia el Señor Gobernador Rompecorazones con Agenda Apretada".
Tengo algo para decirle. Él lo sabe. No sé hasta qué punto me lo guardaría…
Él tiene esa mirada. Esa mirada específica que ha perfeccionado a lo largo de años de crisis políticas y desayunos de trabajo con gente insufrible. Es una mezcla desconcertante de perro mojado (pero un perro mojado muy caro y con pedigrí), tristeza contenida de poeta torturado, una responsabilidad que parece pesarle toneladas y, para rematar la faena, un nivel de atractivo físico que debería ser ilegal antes de las diez de la mañana. En serio, debería haber una ley. Mirarlo a estas horas sin haber ingerido al menos tres tazas de café es un peligro para la salud mental y la estabilidad emocional de cualquier ser humano con pulso.
Si no puedo sacar material cómico de primera calidad de todo esto para mis futuros (hipotéticos) shows, al menos que esta confesión sirva para algo. Para desahogarme. O para que me despidan de una vez por todas y pueda volver a mi vida de pijama y Netflix sin culpa.
Respiro hondo, como si estuviera a punto de saltar en paracaídas sin paracaídas.
—Señor Hunter… Gobernador… Becker… —empiezo, y mi voz suena un poco temblorosa, como la de alguien que va a confesar que ha usado la Constitución para envolver un bocadillo de chorizo. Intento adoptar un tono serio pero no alarmista, lo cual es un equilibrio más difícil de lograr que caminar sobre la cuerda floja con tacones de aguja—. Tengo que… tengo que decirle algo. Algo que… bueno, que quizás le suene un poco… raro. O muy raro. O directamente sacado de uno de mis discursos de stand up, aunque sin el show de stand up. Quizá se lo tendría que haber dicho más temprano, pero su agenda llena y mi falta de agallas me lo impedían.
Becker, que estaba contemplando el abismo existencial en el fondo de su taza de café negro (probablemente tan negro como su perspectiva de futuro si sigue rodeándose de gente como yo), levanta la mirada. Esos ojos azules, hoy con ese matiz de melancolía que me parte el alma en pedacitos, se clavan en los míos. Asiente levemente. Una invitación silenciosa a que proceda con mi anuncio apocalíptico.
Me aclaro la garganta. Aquí vamos. Sin anestesia.
—Resulta que… bueno… Katarzyna está en mi casa —suelto, y las palabras parecen flotar en el aire como pequeños globos de plomo—. Sí, Katarzyna, su… ex. O no tan ex. O lo que sea que fueran. Durmió en mi sofá anoche. Creo que hizo yoga en ayunas esta mañana en mi salón, con una flexibilidad que desafía las leyes de la física y mi autoestima, para luego empezar con ejercicios que mi ritmo cardíaco jamás podría afrontar. Y… y creo que está un poco… bueno, bastante… deprimida. O al menos, muy intensa con el ejercicio matutino, lo cual a veces es un síntoma de algo más profundo, ¿no cree?
Silencio. Un silencio espeso, denso, casi masticable. De esos silencios que se pueden usar para rellenar cojines o para construir muros entre personas. Mi cerebro, ese pequeño roedor hiperactivo, empieza a correr en su rueda, planteando escenarios a cual más catastrófico:
Escenario A: Me despide fulminantemente por meterme en su vida personal, por albergar a su exnovia en mi humilde morada y por tener la osadía de diagnosticarla con depresión basándome en su rutina de yoga que nunca vi y en sus ejercicios para tener los glúteos por las nubes. "¡Hayes, está despedida! ¡Y llévese a su invitada y sus posturas imposibles de mi vista!"
Escenario B: Me felicita por mi humanidad, por mi compasión, por abrirle las puertas de mi casa (y de mi sofá con carácter) a una mujer en apuros. "¡Eleanor, es usted un ángel! ¡Un ejemplo de empatía! ¡Le subiré el sueldo y le pondré una estatua en el hall de entrada!" (Vale, esto último es poco probable, pero soñar es gratis).
Escenario C: Me mira con esos ojos de perro mojado, se levanta, rodea el escritorio, me toma entre sus brazos y me besa apasionadamente, agradeciéndome por ser la única persona que lo entiende en este mundo cruel y superficial. Bueno, no, Eleanor, para el carro. Ese es otro archivo mental. Uno que lleva la etiqueta de "Fantasías Inapropiadas con el Jefe". Cerrado con siete candados. Por ahora.
Becker baja la taza de café lentamente, con la precisión de un desactivador de bombas. La deposita sobre el posavasos como si fuera un objeto sagrado. Y suspira. Un suspiro largo, profundo, cargado de… ¿resignación? ¿Cansancio? ¿El peso de mil decisiones políticas? No lo sé. Pero, Dios mío, hasta suspirar le queda bien a este hombre. Deberían embotellar sus suspiros y venderlos como aromaterapia para el estrés ejecutivo. O usarlos de ringtone nacional. Sería un éxito.
—No debería haber dejado que la situación llegara a este punto —dice finalmente, y su voz es grave, casi un murmullo. Clava la mirada en la superficie pulida de su escritorio, como si quisiera fundirla con rayos láser o encontrar en ella las respuestas a los enigmas del universo (o al menos, al enigma de su vida amorosa disfuncional)—. Katarzyna y yo… nuestra relación, si es que se le podía llamar así últimamente, no tenía… sustancia… desde hacía mucho tiempo. Años, quizás. Pero ella siempre estuvo ahí. A mi lado. Era… conveniente.
"Conveniente". Esa palabra. Tan fría. Tan calculadora.
—No por amor, claro está —continúa, y ahora sí me mira, con una honestidad brutal que me desarma—. Sino por estrategia. Por imagen pública. Por las expectativas. Ya sabes cómo es este mundo, Eleanor. A veces, las apariencias son más importantes que la realidad. Especialmente en política.
Yo asiento con la cabeza, intentando parecer comprensiva y no como si estuviera presenciando una confesión en un reality show de parejas en crisis. Siento ese tipo de incomodidad particular, esa que solo experimentas cuando alguien te revela, sin que se lo hayas pedido, que lleva años atrapado en un noviazgo emocionalmente caducado, como un yogur olvidado en el fondo de la nevera. Es triste. Es patético. Y, en este caso, es la ex de mi futuro-falso-marido.