La puerta de mi apartamento se cierra detrás de Becker con un clic suave y definitivo, un sonido que parece sellar la noche mágica que acabamos de compartir. Me quedo apoyada contra la madera fría, con una sonrisa tonta pegada en la cara y los labios todavía hinchados y sensibles por sus besos. El sabor a vino tinto, a chocolate y a él persiste en mi boca como un eco delicioso. Mi cerebro flota en una nube de endorfinas, incredulidad y una felicidad tan intensa que casi duele.
La farsa, el plan, el "matrimonio por conveniencia estratégica"... todo eso se ha desvanecido, o al menos, ha pasado a un segundo plano muy, muy borroso. Lo que queda es… esto. Esta conexión real, esta atracción innegable, este beso que ha reescrito todas las reglas del juego.
Suspiro, un suspiro largo y satisfecho, y me llevo los dedos a los labios, como si quisiera atrapar los últimos vestigios de su beso. Por primera vez en semanas, desde que mi vida se convirtió en este torbellino de política, protocolo y pánico escénico, me siento… ligera. Como si me hubieran quitado un peso enorme de encima. O quizás solo es el efecto del vino y de haber besado al hombre que, admitámoslo de una vez por todas, me tiene completamente loca.
Tarareo una melodía tonta mientras me quito los zapatos de tacón (¡bendito alivio!) y los lanzo con despreocupación hacia un rincón. El apartamento, que antes me parecía un museo frío e impersonal, ahora tiene un brillo diferente. Las luces tenues parecen más cálidas, los muebles minimalistas más acogedores. Incluso la temible cafetera alemana parece sonreírme desde la encimera de la cocina. Todo es maravilloso. Todo es perfecto.
Decido que necesito celebrar este momento. Un baño de burbujas. Una copa más de ese vino delicioso que sobró de la cena (sí, me traje la botella, no juzguen, soy una mujer práctica). Música relajante. Y luego, a la cama, a soñar con besos que saben a futuro y a hombres con camisas arremangadas y sonrisas que derriten icebergs.
Camino hacia la cocina, todavía flotando en mi nube de felicidad post-cita, cuando escucho un ruido. Un ruido sutil, casi imperceptible. Un crujido. Como si alguien… se hubiera movido.
Me detengo en seco. Mi sonrisa se congela. La nube de endorfinas se disipa como niebla matutina. Y un escalofrío helado me recorre la espalda.
No estoy sola.
Y entonces, como un puñetazo directo al estómago, como un recuerdo reprimido que emerge de las profundidades de mi cerebro sobrecargado, lo recuerdo.
¡KATARZYNA!
¡Dios mío, Katarzyna! ¡La exnovia escultural y yogui! ¡La que estaba durmiendo en mi sofá! ¡La que se suponía que se iba "en unos días" pero que, evidentemente, esos días todavía no han llegado! ¡Me había olvidado completamente de ella! ¡Absolutamente! ¡Borrada de mi disco duro mental por culpa de un volcán de chocolate y unos besos que alteran la química cerebral!
El pánico, ese viejo amigo que nunca me abandona por mucho tiempo, vuelve a hacer acto de presencia, con toda su fuerza. Siento cómo la sangre abandona mi cara, dejándome pálida y con una expresión de horror que probablemente rivalizaría con la de la protagonista de una película de Scary Movie al descubrir que el asesino está dentro de la casa.
Y justo en ese momento, como si el universo tuviera un sentido del humor particularmente sádico y un timing impecable para el desastre, escucho otro sonido. Esta vez, más claro. El sonido inconfundible de la puerta del dormitorio principal abriéndose. Mi dormitorio. El dormitorio donde, hasta hace unos minutos, Becker y yo nos estábamos despidiendo con un beso que prometía mucho más que una simple "buenas noches".
¡NO! ¡NO PUEDE SER! ¡TIENE QUE SER UNA PESADILLA!
Pero no. No es una pesadilla. Es mi vida. Mi absurda, caótica y ahora mismo catastróficamente complicada vida.
La puerta del dormitorio se abre completamente. Y en el umbral, con la luz del pasillo iluminando su silueta perfecta, aparece Katarzyna.
No lleva su ropa de yoga. Lleva… ¡mi bata de baño! ¡Mi bata de baño de unicornios rosas con capucha! ¡La que se supone que es mi armadura emocional contra el mundo! Verla envuelta en esa prenda tan íntima y ridícula es, de alguna manera, la gota que colma el vaso de mi humillación. Tiene el pelo suelto, cayéndole en ondas doradas sobre los hombros, y una expresión de confusión y sorpresa que refleja perfectamente la mía.
—¿Eleanor? —pregunta, con esa voz suave y melodiosa que ahora mismo me suena como las uñas arañando una pizarra—. ¿Qué… qué haces aquí? Creí que…
Pero sus palabras se quedan flotando en el aire. Porque justo detrás de mí, en el pasillo que conduce a la entrada, todavía visible desde donde está Katarzyna, está él. Becker. Que, al parecer, se había olvidado algo (¿su dignidad? ¿su coartada?) y había decidido volver a entrar sigilosamente en el apartamento. O quizás solo quería un último beso. Quién sabe. El caso es que ahí está. Congelado en el sitio. Con una mano todavía en el pomo de la puerta y la otra a medio camino de meterse en el bolsillo. Su expresión es una mezcla impagable de sorpresa, desconcierto y un "oh, mierda, esto no puede estar pasando" que conozco muy bien porque es la misma que debo tener yo en este momento.
Yo le había contado a él que su ex estaba instalada en mi apartamento personal, pero claramente no lo recordaba, no lo tuvimos en cuenta ninguno de los dos en medio de la pasión del momento que nos obnubiló.
Los tres nos quedamos mirándonos. Un triángulo amoroso-incómodo-vulgar enmarcado por la puerta de mi dormitorio. Yo, en el medio, sintiéndome como la protagonista de una farsa de enredo a punto de ser abucheada por el público. Becker, en el pasillo, pareciendo un ciervo atrapado por los faros de un camión llamado "Pasado Incómodo". Y Katarzyna, en el umbral, envuelta en mi bata de unicornios, pareciendo una diosa griega que acaba de descubrir que su templo ha sido invadido por mortales torpes y mentirosos.