Así se gobierna el mundo

20. Noticia bomba del día

Llego temprano. Es una costumbre arraigada, un ritual casi sagrado. Como los monjes tibetanos con sus cánticos al amanecer o los gatos con su necesidad imperiosa de amasar tu estómago a las cinco de la mañana. Siempre llego temprano. En parte, lo admito, porque me gusta esa sensación de control, de tener todo bajo mi dominio antes de que el caos inherente al día laboral se desate. Me gusta que las luces estén encendidas, que el aroma a café recién hecho impregne el ambiente (aunque sea el café industrial de la Casa de Gobierno, que a veces sabe a sueños rotos y fotocopias viejas) y que mi escritorio esté ordenado como un pequeño altar a la eficiencia. Es mi manera de decirle al universo: "¡Estoy lista para ti, cabrón! ¡Tráeme tus peores crisis, que yo ya he revisado mis correos electrónicos!".

Y en parte, seamos brutalmente honestos, llego temprano porque es la única manera medianamente efectiva que he encontrado para calmar esta manada de animales salvajes que galopan desbocados por mi sistema nervioso cada vez que se avecina algo importante. Hoy, por ejemplo, no es un día cualquiera. No es un martes aburrido de revisar presupuestos o escribir discursos sobre la importancia de reciclar correctamente las pilas. No. Hoy tenemos una conferencia de prensa. Con anuncios importantes del Gobernador. Con toda la prensa acreditada. Con cámaras. Con preguntas. Con la posibilidad de que algo salga espectacularmente mal y termine convirtiéndose en un meme viral o, peor aún, en material para mi próximo monólogo (lo cual, pensándolo bien, quizás no sería tan malo).

Aunque he hecho esto cien veces, quizás mil, esta vez es diferente. Siento un peso en el estómago, una especie de nudo gordiano de ansiedad y expectación que no se parece en nada al agradable letargo que te deja un croissant de almendras de la noche anterior. No, esto es más bien como si me hubiera tragado un pequeño erizo de mar nervioso. O como si las mariposas de mi estómago hubieran mutado en pterodáctilos con malas intenciones.

Camino por los pasillos laberínticos de la Casa de Gobierno, que hoy parecen más silenciosos y ominosos que de costumbre. Mi inseparable taza de café humeante va en mi mano, no solo como fuente de cafeína vital, sino también como una especie de escudo protector, un amuleto contra los malos augurios y las amantes traicioneras.

Greta, nuestra amada y temida gurú del protocolo y la imagen pública, no aparece por ninguna parte. Lo cual es más raro aún. Normalmente, a estas horas, ya estaría patrullando los pasillos como un halcón, corrigiendo corbatas torcidas, repartiendo instrucciones de última hora y recordándonos la importancia de mantener una "sonrisa institucional pero cálida". Su ausencia es como un silencio en una sinfonía: inquietante.

Y Becker… bueno, Becker está en su oficina. La puerta está entreabierta, como siempre. Lo veo desde el pasillo, inclinado sobre su imponente escritorio de caoba, revisando una pila de papeles con la concentración de un monje zen intentando resolver el Teorema de Fermat con un bolígrafo que se ha quedado sin tinta. Parece ajeno al mundo, absorto en sus documentos, como si el destino de la nación dependiera de la correcta alineación de esos márgenes. Decido armarme de valor (y de cafeína) y tocar la puerta. Un par de golpes suaves, para no asustar al estadista en su momento de profunda concentración.

—¿Puedo pasar, señor Hunter? ¿O está en medio de una epifanía presupuestaria y prefiere no ser interrumpido?

Levanta la vista. Lento. Muy lento. Como si emergiera de las profundidades de un océano de pensamientos complejos. Sus ojos, esos ojos azules que a veces me recuerdan al hielo ártico y otras al mar Caribe en un día de tormenta, tienen hoy la intensidad de un café expreso doble sin azúcar: penetrantes, oscuros, y con un deje de amargura. Su mandíbula, siempre firme y decidida, parece hoy tallada con la escuadra de un arquitecto particularmente obsesionado con la perfección geométrica. No hay ni rastro de la calidez, de la vulnerabilidad casi tierna que vi (o creí ver) anoche en el restaurante. Ha vuelto a ser el Gobernador. El Hombre de Hielo. El Muro de Contención Emocional.

—Claro, Eleanor. Adelante —dice, y su voz es tan neutra, tan carente de inflexiones, que podría ser la de un contestador automático de alta gama.

Entro en el despacho, sintiéndome de repente como una intrusa. Esperando… algo. No sé muy bien qué. Una broma interna. Una media sonrisa cómplice. Una mirada que me diga que la cita de anoche, esas horas de conversación fácil, de risas compartidas, de tensión deliciosa y de besos que sabían a promesa, fueron algo más que un simple ejercicio de protocolo político disfrazado de velas perfumadas y merlot caro. Que significaron algo. Para él. Como significaron tanto para mí.

Pero no. Nada. Ni un atisbo de reconocimiento de "lo de anoche". Se limita a señalar un par de papeles sobre su escritorio con un gesto eficiente y distante.

—La conferencia de prensa es a las diez en punto, como sabes —dice, con tono puramente profesional—. Aquí tienes el orden del día definitivo y los puntos clave que voy a tratar. Me gustaría que te encargaras de coordinar las preguntas con los periodistas acreditados antes de que empiece. Ya sabes el procedimiento.

—Entendido, señor —respondo, intentando que mi voz suene igual de profesional y no como si mi corazón estuviera haciendo un solo de batería desafinado en mi pecho—. ¿Quiere que les pase el filtro habitual de "preguntas relevantes y constructivas" o prefiere el filtro especial versión "por favor, hoy no me hagan quedar como un político sin alma y con la vida personal hecha un desastre"?

Espero una reacción. Una sonrisa, aunque sea mínima. Una arruguita en la comisura de los ojos. Algo. Cualquier cosa que me indique que el Becker de anoche, el que se reía de mis chistes malos y me contaba sus sueños de infancia, sigue ahí, escondido debajo de esa armadura de Gobernador.




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