Para cuando el Mercurio XIV se encontraba a poco más de 2 UA (Unidad Astronómica) de Ur, las alarmas internas de la nave se activaron, avisando a toda la tripulación de la proximidad de su destino, iniciando los protocolos de reanimación del personal.
Habían transcurrido ya dos años, cuatro meses, una semana, tres días y algunas horas más desde el inicio del viaje, y con el destino en frente, las cosas ya comenzaban a tomar la forma que debían tener. Ese era el resultado de cinco años de planificación previa, precedidos por más de diez años de constantes especulaciones, preguntas y teorías, pero, sobre todo, de la inversión de una gigantesca cantidad de dinero – centenares de miles de millones –. Y, con todo el esfuerzo que se estaba poniendo en ello, se esperaba que la misión ayudara a responder, si no todas, una gran mayoría de las preguntas que se venían haciendo ya desde hacía tanto tiempo.
Ur, era un mundo sumamente extraño, uno que fue descubierto poco menos de veinte años antes, y que sorprendió a todo el mundo con su aparición. Porque sí, había aparecido de la nada en un sistema binario que ya desde hacía mucho que se tenía por registrado.
Fueron muchas las teorías con las que se intentó explicar la aparición del planeta, pero pocas de ellas contaban con algo de sentido y la mayoría más parecían intentar forzar la realidad para encajar una explicación extraordinaria en donde no cabía. Sin embargo, de entre todas, la que recibía más aceptación era la que proponía que el cuerpo tenía su origen más allá del sistema, y que se trataba más bien de un planeta errante que finalmente había sido capturado por la fuerza gravitacional de dos estrellas.
Sin embargo, las cosas se complicaron aún más cuando, producto de la fascinación por este nuevo mundo, los múltiples estudios que se centraron específicamente en su composición, arrojaron resultado que nunca se habían visto en algún otro cuerpo celeste. Si bien era de suponer que por su tamaño (similar al de la tierra), se trataría de un cuerpo rocoso, no se esperaba la concentración de metales que se terminó detectando.
Era como si, literalmente, todo el planeta no fuera sino un enorme trozo de metal. Una estructura gigantesca hecha a base de metales que parecían ser reconocibles, al menos desde el punto en el que habían sido examinadas. Y, entonces, solo se podía esperar que las especulaciones se dirigieran a formular teorías que planteaban una realidad sumamente diferente a la que se pensaba en un inicio.
Era más que obvio que el cuerpo era artificial – al menos en parte –, y que alguien lo había creado en algún lugar, lejos de los dominios de los mundos humanos, y por medio de tecnologías desconocidas hasta ese momento. No era posible imaginar qué clase de criaturas podrían llegar a crear algo tan monstruoso, y mucho menos cómo es que pudieron haber llevado esa cosa hasta su posición actual. Pero, también, no era posible pensar cuáles podían ser sus intenciones.
Pero, fuesen quienes fuesen sus creadores, podía llegar a pensarse que no era una buena idea aproximarse a dar una saludo, a explorar y ver qué clase de vecinos se tenía ahora. Sin embargo, la curiosidad y el interés de ciertos sectores del gobierno central y gracias a la presión de gran parte del sector privado, se dio permiso para iniciar la misión de exploración que ahora los llevaba tan lejos de los territorios federales.
Por supuesto, la mayor parte de los involucrados en la misión eran personal de empresas privadas, contratados por las grandes compañías que demostraban un gran interés en el nuevo planeta. Sin embargo – aunque eran mucho menos –, algunos delegados de los ministerios de Exploración y Colonización, además del Defensa y Paz, acompañaban a la tripulación, vigilando con cuidado todo lo que se hizo, hacía y se iría a hacer. Claro, no eran solo burócratas o simples administradores. Entre ellos había científicos y académicos pagados por la Federación, especializados en astrobiología, ingenieros, exo-arqueología y disciplinas similares.
La cuestión misma de la misión era averiguar qué rayos era esa cosa – aunque ya se tenía una cierta idea de su composición y naturaleza –, además de confirmar si su existencia representaba una amenaza directa a la seguridad de las colonias humanas más cercanas. Claro, también existía la intención de investigar el cuerpo y tomar de él todo aquello que pudiera llegar a ser de utilidad, pero siempre poniendo ante todo la misión principal: despejar cualquier inquietud o preocupación.
Por ello, aunque el Mercurio XIV era una nave de investigación sumamente larga – 12 km de proa a popa, 3 de estribor a babor –, también contaba con característica que le permitían ser calificada como una nave de transporte blindado, más semejante a una nave de guerra que a una de investigación. Después de todo, el grosor de su blindaje era cuatro veces mayor a la mayoría de las del mismo tipo. Además, los escudos energéticos que lo envuelve encajaban más con diseños militares, preparados para el combate directo, que con la protección necesaria – y obligatoria – para una nave civil de gran tamaño. En resumen, la nave reflejaba las múltiples intenciones que llevaba consigo su tripulación, que también contaba con gran variedad de personal, entre científico, civil y militar. El Capitán de la nave, también era muestra de la naturaleza tan mixta de la tarea.
Alexander H. Anderson, era un veterano de la Guerra Civil Interior, y había sido Capitán de un Acorazado de cuatrocientos cañones, luchando en múltiples combates y ayudando a recuperar muchos planetas tomados por los Anarco-Separatistas que habían iniciado la guerra en contra de la Federación. De esto ya habían pasado unos veinte años, pero él aún era recordado por altos mandos militares debido al excelente desempeño que tuvo en los combates, sorprendiendo siempre al enemigo con estrategias poco comunes para las flotas federales.