Prólogo

Dicen que la Atlántida era una ciudad tan hermosa que los dioses la envidiaron. Que se hundió bajo el mar una noche de tormenta, y que desde entonces nadie ha podido encontrarla. A veces pienso que yo también estuve así: sumergida, callada, esperando a que alguien se diera cuenta de que estaba ahí.

No siempre me sentí perdida, claro. Hubo días en los que creía que tenía todo bajó control. Hacía listas mentales, me ilusionaba con alguien que apenas me miraba, y fantaseaba que en cualquier momento empezaría mí historia, la real. Esa que se siente como en las películas: un cruce de miradas, una canción de fondo, un destino que gira en el momento justo.

Pero no fue así.

El primer chico que me gustó en serio me hizo sentir como si hubiera sido demasiado.... yo. Demasiado rara, demasiado soñadora, demasiado fuera de lugar. Lo peor fue que yo ha había escrito una historia en ni cabeza con él. Y cuando me rechazó fue como si me arrancaran las páginas sin avisar.

Ahí fue cuando empecé a esconderme un poco. A dejar que mi risa sonara más bajito. A pensar que tal vez no estaba hecha para ser la protagonista de nada.

Y justo entonces, cuando ya no buscará ser encontrada, llegó Diego.

Alguien que, según yo, solo iba a estar de paso. Pero desde el primer momento hubo algo en él que no encajaba con lo que yo conocía. No era el típico chico encantador. No intentaba impresionarme. De hecho, parecía que ni siquiera quería gustarle a nadie.

Y sin embargo hablábamos de cosas que nunca le decía a nadie. Me hacía reír de verdad. Me escuchaba como si cada cosa que saliera de mi boca valiera la pena.

Con él, no sentía que tenía que ser otra.
Con él, comencé a flotar.

Quizás por eso me gusta tanto esa idea de la Atlántida: no como algo perdido para siempre, sino como algo que estaba esperando el momento justo para salir a la superficie.

Mi historia empezó así, con un corazón magullado, una amistad inesperada y un verano en el que cambió todo.

No fue como lo planeé.
Fue mejor.