El domingo amaneció con olor a pan tostado y a una calma espesa que parecía envolver la casa de Clara como una manta suave. No esperaba nada especial, después de la fiesta y la charla con Diana lo único que quería era quedarme en pijama, comer algo dulce y dejarme caer en el sofá como si fuera parte del mobiliario.
Pero James tenía otros planes.
—Ponte algo cómodo.—dijo asomando la cabeza por la puerta de la cocina, con una sonrisa que brillaba más que el sol de las 9 de la mañana.—Vamos a salir.
Lo miré desde la mesa con una ceja levantada.
—Los domingos son para quedarse en casa y descansar.
—Falsa información.—replicó él con energía.—Los domingos son para hacer justo lo contrario, tomar aire fresco, caminar sin rumbo y probar el asombroso pastel de naranja que venden en el cafecito más subestimado de este pueblo.
Solté una risa suave.
—¿Eso te lo acabas de inventar?
—No lo niego, pero suena conveniente, ¿a que sí?
Media hora después estábamos caminando por una calle tranquila, con árboles altos y casa que parecían dormidas. Yo vestía mi camiseta favorita: una vieja con un girasol en el pecho. Y lucia el cabello amarrado en una coleta. James por su parte, parecía sacado de una revista de ropa informal. Ni demasiado arreglado, ni demasiado descuidado, el equilibrio perfecto.
El café del que hablaba era pequeño y acogedor, con una terraza llena de macetas y mesitas con manteles de cuadros. Nos sentamos cerca de la ventana y James no perdió tiempo en pedir dos porciones de pastel y un par de cafés.
—¿Sabías que este lugar tiene una taza rota en cada mesa?—comentó señalando la suya, aue efectivamente tenía una grieta en el asa.
—Eso no es una buena estrategia comercial.—dije, girando la taza con cautela.
—Es su encanto. Como nosotros: defectuosos pero funcionales.
Me reí con fuerza.
—Eres ridículo.
—Y tú lo agradeces.—respondió con una inclinación teatral de la cabeza.
El pastel llegó y para mi sorpresa, estaba delicioso. Tenía ese sabor a casa de la abuela, a domingo lento y a infancia sin preocupaciones. James notó mi expresión y sonrió como si hubiera ganado un premio.
—Te lo dije. Yo no traigo a la gente a cualquier parte.
Hubo un momento de silencio, cómodo, mientras terminábamos el pastel y nos dejábamos acariciar por el murmullo del pueblo. James se puso serio, pero no incómodo. Como si algo le estuviera rondando la cabeza desde hace rato.
—¿Puedo decirte algo sin que me pongas cara de "ay que intenso"?—preguntó, mirándome de lado.
—Eso depende.—respondí, limpiándome la comisura de los labios con una servilleta.—¿Cuánto de intenso estamos hablando?
—Nivel: te estoy contando algo que no le cuento a casi nadie.
Bajé la mirada al café, volví a subirla y asentí, pensando en que últimamente la gente le contaba demasiadas cosas.
—Estoy lista.
James suspiró.
—Cuando era más pequeño.... mi papá se fue. Así, sin muchas explicaciones. Y por un tiempo pensé que era mi culpa. Me volví muy callado, muy cerrado. Hasta que un día mi mamá me dijo algo que no olvidé nunca.
Yo no dije nada. Solo escuchaba.
—Me dijo:"no podemos controlar quien se va, pero si podemos decidir como quedarnos" Y desde ese día, decidí quedarme con alegría. Con ganas. Con bromas malas y café en tazas rotas.
Sentí un nudo en el pecho. No sabía que me conmovía más, si la historia o el hecho de que James se la estuviera contando a ella.
—Lo que quiero decir..... es que nada de lo que está pasando es culpa tuya. Aunque a veces pienses que sí.
Asentí.
—Supongo que ahora entiendo porqué eres... como eres.—dije—Tan.... lleno de luz.
—Y tú también Atlanta. Está ahí dentro. Lo juro. Lo noté desde que llegaste.
Bajé la mirada, un poco incómoda por la sinceridad.
—Gracias James.—dije finalmente.—Por el pastel y.... por todo.
—¿Y tu dices que yo soy el intenso?—bromeó él, haciendo que la tensión se desvaneciera con una risa cómplice.
Volvimos a casa caminando más despacio. Hablamos de películas malas, de cosas absurdas que nos daban miedo,—como las marionetas o los elevadores muy lentos— y de que sabor de helado era claramente superior, —yo dije vainilla con chispas y él chile con limón — fue una discusión acalorada.
Al llegar a casa James se despidió con una reverencia exagerada y una promesa:
—La próxima vez te llevo al parque de los patos y te enseño a hablar pato.
Yo no pude evitar soltar una carcajada.
—Claro que sí.
Editado: 29.06.2025