El sol se colaba tímido entre las nubes cuando recibí el mensaje de Diego.
"¿Tienes planes esta tarde? Tengo algo que mostrarte, prometo que no es nada raro. Bueno, tal vez un poco."
No sabía muy bien porqué pero mi corazón hizo ese pequeño salto tonto. Me miré al espejo, me peiné con más cuidado de lo necesario, y tras diez minutos de debate interno, le respondí.
"Estoy libre. ¿Dónde nos vemos?"
Una hora más tarde caminábamos por una calle secundaria, en un silencio cómodo, rumbo a una casa de fachada azul claro con una reja oxidada. Era el hogar de Diego y Diana, no había estado dentro desde la fiesta, últimamente solo hablaba con Diana por teléfono.
—Mis padres no están.—aclaró el mientras abría la puerta.—Mi papá trabaja todo el día y mi mamá.... murió cuando Diana y yo éramos pequeños.
Asentí, sin saber si debía decir algo o no. Diego no parecía molesto o triste al respecto, solo resignado.
La casa era como la recordaba, caótica, con libros apilados en las esquinas, plantas desbordadas y una guitarra recostada en un sillón, pero tenía alma. Subimos las escaleras hasta una habitación al fondo del pasillo. Diego abrió la puerta, era su habitación.
Por alguna razón me puse nerviosa.
—Bienvenida al santuario.—dijo con una sonrisa torcida.
Era un cuarto con paredes grises y pósters de películas en blanco y negro. Había una mesa llena de lápices, tinta, hojas arrugadas y cuadernos abiertos. Una lámpara de escritorio iluminaba un rincón donde se apilaban historietas, algunas hechas a mano.
Me acerqué con curiosidad.
—¿Todo esto es tuyo?
—Sí bueno, algunas cosas no deberían ver la luz del día, pero... —sacó un cuaderno más delgado y me lo tendió.— Este es uno de los que más me gustan.
Me senté en el borde de la cama sin decir nada y empecé a hojearlo. La historia estaba dibujada a lápiz. Era sobre un chico que tenía miedo de hablar y que vivía en un mundo donde los pensamientos se convertían en criaturas visibles. Había monstruos hechos de inseguridad, esperanza con forma de pájaros dorados y en el centro de todo, una chica con un mapa en la espalda.
—¿Esto lo hiciste tú?—pregunté sorprendida, señalando el cuaderno.
Diego se encogió de hombros.
—Me inspiré un poco, pero es más un borrador.
Yo lo miré sin saber que hacer. Me sentía como si acabara de leer una carta, algo demasiado... íntimo.
—Es hermoso.—dije.—Melancólico, pero hermoso.
Diego sonrió, un poco avergonzado. Se sentó a mi lado, no muy cerca, no muy lejos.
—Siempre me dio miedo mostrar esto. Pero contigo no es tan raro.
Cerré el cuaderno con cuidado.
—Gracias por confiar en mí.
Él asintió.
—A veces pienso que dibujar es lo único que se me da bien. No sé si alguna vez haré algo con todo esto. Diana dice que debería publicarlo pero sinceramente, no lo sé.
—Yo creo que deberías.—dije sin dudarlo.—No sé mucho de estas cosas pero tienes mucho talento, a mi parecer. No tienes por que desperdiciarlo.
Diego se quedó en silencio, como si estuviera guardando esas palabras en algún lugar muy privado.
Después hablamos de otras cosas: cómics absurdos, series qué ninguno terminaba, la vez que Diego intentó tocar en una banda y rompió la guitarra en el primer ensayo. Me estaba riendo más de lo esperado.
En una pausa de la conversación, me dio la impresión de que Diego me miraba de reojo con una sonrisa.
—Siempre me ha dado curiosidad.... ¿por qué te llamas Atlanta?
Solté mi risa de la vergüenza.
—Ah, eso tiene una historia...
—¿Sí? ¿Nombre de ciudad o...?
—Mi madre es una friki de la mitología griega,—empecé divertida— quería ponerme Atalanta, con la A después de la T. Era una cazadora griega, súper rápida y fuerte, una especie de heroína feminista. Una ídola de mi mamá.
—¿Y?
—Y cuando me inscribieron, mi papá llenó los papeles. Escribió "Atlanta" por error. Pensó que había escuchado mal.
Diego soltó una carcajada.
—¿En serio?
—Sí, mi madre todavía dice que fue un ultraje épico. Pero ya me acostumbré. Supongo que me quedé a mitad de camino entre una heroína griega y una ciudad estadounidense con un aeropuerto gigante.
Diego negó con la cabeza, divertido.
—Bueno, igual te pega. Atlanta suena fuerte, distinta. Como alguien que no pasa desapercibida.
Arqueé una ceja con picardía.
—Eso fue un halago elegante.
—Yo solo digo verdades, señorita ciudad mitológica.
Ambos reímos y por un instante, la atmósfera entre nosotros se llenó de una complicidad nueva, más cómoda.
Cuando nos despedimos, Diego me acompañó hasta la reja. El cielo ya tenía tonos anaranjados y el aire olía a madreselvas.
—Gracias por venir.
—Gracias por invitarme.
Hubo una pausa.
—Oye Atlanta...
—¿Sí?
Dudó por un momento.
—No nada, me divertí mucho.
—Yo también.—dije sonriendo.
Editado: 29.06.2025