Ya regresábamos a casa, como era de esperarse, todos estaban con resaca, a excepción de mi madre y mi tía que se estaban encargando del desayuno. Desayunamos sin percances, de vez en cuando miraba a Alessio, sus padres platicaban amenamente con los míos, mi tío Daniel no paraba de soltar sus chistes subidos de tono, claro que yo fingía no entenderlos pero vaya que los entendía, mi padre ya estaba harto de su presencia pero se aguantaba.
Y a las 12 pm ya estábamos listos para irnos, mis padres se despidieron de la familia Mussolini. Yo no le dije nada a Alessio ni él a mí. Cada quién se fue por su cuenta, el viaje de regreso fue tranquilo, mi mamá informó que ella después iría a traer las cosas que dejamos en la cabaña.
Una vez en mi habitación, me puse a hacer los deberes. Y, obviamente no pude esperar a contarle a mis amigos lo que Alessio y yo hablamos, lo conté todo con lujo de detalles, pero, no conté la parte en la que estaba llorando, debía omitir esa parte pero mencioné lo importante. Martín no me creyó, Mika se puso a gritar, Noah me dio las felicitaciones y dijo algo de que pronto sería la boda, y a Sebastián le dio igual.
Al día siguiente, lunes, hoy sí podía considerar tener legalmente 17 años, obvio que mi fiesta ya había pasado.
Me alisté para ir a la escuela y, no me imaginé lo que me esperaba.
Fui directo a mi clase de literatura, había llegado temprano, iba concentrada en el celular, así que no me fijé en qué asiento me senté ni quién estaba a mi lado, pero no tardé en darme cuenta.
—Toma.
No tuve tiempo de girarme a la voz que me hablaba porque alguien puso una caja pequeña en mi pupitre.
Volteé, tratando de buscar una explicación, me sorprendió ver a Alessio. Alterné la vista entre la caja y él. Mi cerebro era lento para captar el mensaje.
De mi boca sólo salieron balbuceos, tratando de formar una oración, pero no sabía qué decir.
—Es para ti. Feliz cumpleaños —dijo, desde su asiento a mi lado.
No entendí.
Me quedé unos minutos procesando, mi mano reaccionó y tomé la pequeña caja color blanca.
Mi cara demostraba confusión pura. Abrí la cajita y me boca casi cae al piso por lo que vi, saqué un collar hermoso de cadena plateada con un dije de una pequeña piedra brillante color verde.
Oh. Por. Dios.
Oh por todos los cielos y los infernos. Santa cachucha como diría mi tío Daniel.
Estuve atarantada por quién sabe cuánto tiempo, mi boca estaba por los suelos, mi vista estaba enfocada en la hermosa piedra verde.
—Ahh… Es… Wow —emití, entre mi conmoción.
—Dijiste que tu color favorito es el verde —habló.
Giré a verlo. No parecía estarme tomando el pelo.
—Eh… sí, sí, por supuesto, claro, mi favorito… es sí el color, verde, sí —balbuceé, tirando a lo inentendible—. Quiero decir… ¿Por qué?, o sea, ¿es para mí?
—Si no fuera para ti, no te lo estaría dando, Lira.
—Es que… ¿Es un regalo?
—Tiene aspecto de serlo, al menos que no lo quieras. —Se encogió de hombros.
—No, sí, sí lo quiero, ¿pero por qué me das un regalo? —solté.
—¿Acaso no es hoy tu cumpleaños? —Alzó las cejas.
—Eh sí, sí, pero mi fiesta fue el sábado y tú ya me diste un regalo, fue la pieza de piano que tocaste. Además, ¿cómo sabes que hoy es mi cumpleaños?
—Tu madre lo dijo —respondió—. Y la pieza de piano no contó como regalo de mi parte porque mi madre me pidió hacerlo.
Alessio tiene esa especialidad de quitar la magia de sus gestos lindos, y yo que pensé que le había nacido a él tocar para mí, pero no, su mamá se lo pidió. Eso me desilusionó un poco, pero, si me servía de consuelo y por supuesto que sí, era que en mi mano tenía un collar hermoso, y no sólo el regalo era el collar, el detalle radicaba en que Alessio había recordado dos cosas importantes sobre mí: mi cumpleaños era hoy, y que mi color favorito era el verde. No pensé que guardaría esa informacion en su cabeza, digo, si de verdad yo le valiera un pepinillo, entonces él no se hubiera molestado en comprarme un collar con mis gustos.
Estaba impresionada.
—Oh, no sé… no sé qué decir —confesé.
—Puedes decir si te gustó o no el collar.
—¡Pero claro que me gustó! ¡Está hermoso! —Sonreí, anonada, y emocionada mientras admiraba la piedrita brillosa.
Lo desabroché, y me lo puse con cuidado.
Quería gritar de júbilo, de verdad. Sentí una extraña sensación en el estómago, como cuando vas a tener un examen y sientes un cosquilleo en el vientre y tienes las ganas de vomitar, aunque lo que experimenté fue un poco diferente, algo difícil de explicar.
La euforia y la alegría intensa se instalaron en mi cuerpo, estaba que no cabía.
—Muchas gracias, de verdad. —Le sonreí—. Me alegraste el día.
El rubor cubrió mis mejillas al soltar lo último, esperaba que Alessio no lo hubiera notado.
—De nada.
Fue lo último que dijo y, en ese momento llegó la maestra, obviamente no podía concentrarme en la clase, no cuando Alessio estaba a mi lado, y yo traía en el cuello un collar que él me había obsequiado.
La emoción no quería irse de mí, no podía dejar de darle vueltas a esto. Es que era increíble.
No podía ocultar mi sonrisa, incluso la maestra me miró varias veces con recelo, y yo sonreía más.
Al final de la clase, todos salieron. Hasta el último me fui yo.
Caminé sonriente por todos los pasillos, a nadie le importaba ni nadie me miraba para notar mi collar brillante, pero yo quería presumirlo.
Después fui a la cafetería y, caminando con la cabeza en alto y sonriente a más no poder, me acerqué a Mika y Noah.
Mika fue la primera en notarlo.
—Qué bonito collar, ¿te lo dieron en la fiesta? —preguntó, bebiendo de su botella de agua.
Me balanceé en mis pies.
—Sep, me lo regaló Alessio —solté de un tirón.
Mikaela escupió el agua hasta por las narices, salpicando la pobre cara de Noah.
—¡Sucia puerca! —chilló mi amigo, asqueado, agarró una servilleta para limpiarse.
—¡¿Qué?! —gritó Mika, ignorando los lloriqueos de Noah—. ¡¿Alessio hizo qué?!
—Que Alessio me regaló este collar por mi cumpleaños. —Señalé mi cuello, presumiendo.
—¡No-te-creo! —La boca de Mikaela estaba igual que la que yo puse cuando Alessio me dio el regalo.
Y, ya se imaginarán lo que pasó después. Mis amigos enloquecieron, me llenaron la cabeza de que Alessio ya había caído a mis pies, también me preguntaron si le había hecho un amarre.
[…]
Llegué a casa, me dolían los pies de los ensayos con las porristas. Ah, pero eso sí, aún no podía olvidar lo sucedido en la mañana, era imposible, no paraba de soltar suspiros y de sonrojarme tan sólo con tocar el collar y recordar quién me lo había dado.
Pero el día era impredecible. Lo que había iniciado bien, terminó mal.
Después de cenar, mi madre, Gabriela y yo lavábamos los platos, platicábamos de nuestros días, mi mamá había notado mi nuevo collar y no pude mentirle, le dije que Alessio me lo había regalado y Gabriela de inmediato malinterpretó las cosas y se puso a hacerme burla, y mi mamá tan sólo se la pasó alegando de lo tierno que Alessio era.
Estuvimos así, hasta que un grito nos asustó.
—¡Mamá! ¡Llamen a una ambulancia! —los gritos de auxilio que daba mi tía alarmó a todos.
Corrimos hasta la sala donde estaba ella, mi abuela estaba inconsciente en el piso.
—¡Mamá! —mi madre corrió a auxiliar a mi abuela.
—¡Llamen a una ambulancia!
Corrí temblorosa y asustada hasta el teléfono, y con nerviosismo marqué rápido a emergencias, estaba aterrada, no entendía que le pasaba a mi abuela. Todos gritaban, Wendy lloraba y Gabriela igual. Mi madre se puso a tratar de hacer reaccionar a mi abuela, pero sus intentos no funcionaban.
Yo no sabía qué hacer, estaba en pasmada, tenía pánico de que algo grave le pasara a mi abuela, no se movía, no abría los ojos, y no tardé en ponerme a llorar de miedo.
La ambulancia llegó rápido, y todo pasó en un santiamén, la subieron a la camilla y se la llevaron, mi mamá se fue con ella en la ambulancia.
Owen se quedó a cuidar de mi abuelo, y de Wendy.
Y Gabriela, mi tía y yo nos fuimos con mi papá al hospital.
Nadie decía nada, todos íbamos preocupados, con las manos temblando y el miedo a flor de piel. No podía ni pensar con claridad, me imaginaba lo peor.
El trayecto al hospital fue corto, salimos despavoridos a buscar a mi mamá y mi abuela. Mi padre, desesperado, peguntó a la señora que atendía en la recepción.
Gabriela y yo no parábamos de sollozar.
La señora nos indicó que esperáramos al Doctor. Mi padre y mi tía exigieron que les dijeran en dónde estaba mi abuela, pero no nos dieron información, así que no quedó de otra que esperar.
Nos dirigimos a la sala de espera, todos estábamos aterrados, mi tía traía los ojos llorosos y mi padre se movía de un lado a otro. Gabriela y yo permanecimos abrazadas, mientras trataba de calmarme y tranquilizarla a ella. Mi corazón latía frenéticamente, incrementando mi pavor.
Y así pasó un tormentoso tiempo, hasta que al fin un Doctor llegó a la sala de espera y preguntó por los familiares de la señora Marcelina Merced.
Nos levantamos de inmediato.
—¿Cómo está mi mamá? ¿Está bien? ¿Podemos verla? —soltó las preguntas mi tía hacia el Doctor.
—Del momento está estable, se le suministró un tranquilizante.
Suspiré de alivio.
—¿Qué fue que lo que le pasó? —preguntó mi hermana.
—La señora Merced sufrió un ataque cardíaco, afortunadamente se atendió a tiempo —informó—. Necesitará rehabilitación cardiaca.
—¿Cuánto tiempo estará internada, Doctor? –pregunté.
—De una a dos semanas, dependiendo de su recuperación.
—¿Podemos verla?
—Sí, de uno por uno.
Asentimos, el Doctor nos guio hasta la habitación de mi abuela, mi madre estaba afuera, esperándonos.
—Hermana. —Mi tía corrió a abrazar a mi mamá.
Lo peor ya había pasado, me limpié las lágrimas. Afortunadamente mi abuela estaba bien, había tenido mucho miedo de que le pasara algo, jamás estuve tan asustada. Pero ya había pasado.
Eran casi las dos de la madrugada, mi madre entró primero, luego mi tía.
Mi padre me mandó a mí y a mi hermana al comedor del hospital para que pudiéramos comprar algo para nosotras.
Casi no había nadie, sólo había unas cuantas personas comiendo.
Compramos un sándwich y un yogurt para cada una, y nos sentamos. A pesar de que ya estábamos más tranquilas, aún sentía angustia. Ambas estábamos cabizbajas.
Los hospitales siempre me han dado miedo, el ambiente es deprimente, preocupante, no sé.
No tenía hambre, pero debía comer. Pensaba en todo y a la vez en nada.
En un breve momento, alcé la cabeza y, a lo lejos, en la máquina expendedora de dulces, estaba Alessio sacando una bolsa de gomitas.