La lluvia caía sin piedad, como si el cielo también quisiera lavar aquel peso que Sebastián le había dejado en el pecho. Gotas frías, persistentes, azotaban la ventana y repiqueteaban contra el pavimento, mezclándose con el estruendo de su corazón roto.
Elena estaba empapada, temblando de frío y dolor, mientras él la miraba con una mezcla de enojo y desprecio que le calaba los huesos. Sus ojos eran dos tormentas, profundas y oscuras, que parecía disolver cualquier rastro de esperanza en ella.
—¿Por qué siempre tienes que ser tan difícil? —le gritó Sebastián, con la voz quebrada pero firme—. Ya no sé qué hacer contigo. No eres la mujer que pensé… ¿Para qué te molestaste en venir si solo traes problemas?
Aquellas palabras cayeron sobre Elena como cuchillas afiladas. Dolieron más que la tormenta que la azotaba, más que el frío que calaba hasta los huesos. Sintió que todo dentro de ella se rompía en mil pedazos, que su alma se deshacía en fragmentos invisibles.
En ese momento, el silencio pesó tanto como la lluvia. El mundo pareció detenerse, salvo por el ruido ensordecedor de su respiración entrecortada y los latidos acelerados de su corazón herido.
Sin decir nada, sin poder siquiera defenderse, giró sobre sus talones y salió corriendo, dejando atrás no solo a Sebastián, sino también un pedazo de sí misma que quedó atrapado en la mirada cruel que le lanzó.
La lluvia la envolvió por completo, empapando su ropa que se pegaba a su piel como una segunda prisión húmeda. Cada gota era un puñal que la atravesaba, pero ella no podía parar. No quería pensar. No quería sentir. Solo quería alejarse de ese lugar que había sido su refugio y ahora solo le recordaba su dolor.
Caminó sin rumbo por las calles vacías, bajo aquella tormenta que parecía un reflejo de su alma rota. Sus pasos resonaban débiles entre el estruendo del agua, mientras lágrimas silenciosas se mezclaban con la lluvia en sus mejillas. La humedad le calaba la piel y el frío le mordía la carne, pero nada parecía importar ya.
Cuando finalmente llegó a su departamento, la puerta se convirtió en un muro contra el que se dejó caer sin fuerzas para cerrarla. Su cuerpo temblaba, no solo por el frío, sino por la desesperanza que la consumía lentamente.
Entró arrastrando los pies, empapada, con el corazón pesado y la garganta seca por las lágrimas que no dejaban de caer. No pudo evitar dejar un rastro de agua que humedecía el suelo, como si su dolor también quisiese quedar marcado en cada rincón.
No se quitó la ropa. Simplemente se dejó caer sobre la cama, con el cuerpo mojado y tembloroso. La sábana blanca, tan limpia y suave, se empapó con su dolor, con el calor de su cuerpo y con las lágrimas que caían incesantes.
En ese momento, en el silencio pesado de su cuarto, la voz de Sebastián resonó en su mente como un eco doloroso, al ritmo de aquella música que parecía entender todo lo que ella callaba, que hablaba por ella cuando no podía hacerlo:
"Estoy dispuesto a dejar
A qué acabes conmigo
Y para que negarlo nena trate de olvidarte
Pero no lo consigo me tienes a tus pies
Que no vez que tal vez tú eres mi castigo
Y como un perro que va tras su hueso
Vas y te persigo si alguien intenta robarte sabes que me pongo agresivo
Perdóname por ser tan tóxico
Algo demasiado nocivo
Por ti fue que me volví alcohólico
Y un fumador compulsivo
Pero yo prefiero rolarlo contigo
Nena te lo digo
Otra noche a tu lado tomando champaña
Y botella de vino
Al final sabemos que cada quien
Se irá por su propio camino
Tal vez puede ser que tu
No sientas nada por este latino
Pero yo quiero agradecer
Por el momento tan repentino"
( Sabanas Blancas ~La Santa Grifa~ )
Las palabras se quedaron flotando en su mente, retumbando en cada rincón de su corazón herido. Desde ese instante hasta el final de la canción, el tiempo pareció detenerse. No había nada más que ese dolor dulce y amargo, esa mezcla de amor y destrucción que la consumía.
Elena cerró los ojos, dejando que la música y la lluvia dentro de ella se mezclaran en un torbellino de emociones. Por un momento, solo por un momento, permitió que su corazón llorara libre, sin barreras ni defensas.
Porque aunque sabía que debía irse, aunque sabía que merecía más, aunque sus lágrimas le suplicaban un respiro… aún le dolía. Dolía el amor que no podía soltar, la esperanza rota y el vacío que Sebastián había dejado en ella.
Y en ese dolor, en ese llanto silencioso bajo la lluvia, Elena comprendió que el camino hacia la libertad apenas comenzaba...