La mañana siguiente amaneció silenciosa en el departamento de Elena. El aire estaba cargado de una mezcla de nostalgia y determinación. Había decidido que necesitaba sacar todo lo que llevaba dentro, poner en orden sus pensamientos y emociones antes de que la tormenta volviera a arrastrarla.
Con una libreta vieja y un bolígrafo que había encontrado en el cajón del escritorio, se sentó junto a la ventana. Afuera, la ciudad despertaba con sus ruidos y movimiento, pero dentro de aquella habitación el tiempo parecía detenerse.
Elena abrió la libreta, sintiendo el peso de lo que estaba por venir. No sabía qué escribir exactamente, solo sabía que tenía que empezar. Que esas palabras, aunque nadie las leyera, le darían un poco de aire.
Comenzó a escribir:
Sebastián, no sé por dónde empezar. A veces siento que te amo y que te odio al mismo tiempo. Que no entiendo por qué duele tanto cuando sé que no debería ser así. Me duele porque entregué todo y aún así me sentí invisible. Me duele porque pensé que éramos un equipo, y tú me dejaste sola.
Sus dedos temblaban un poco mientras trazaba cada palabra, pero a medida que avanzaba, la angustia parecía liberar espacio para algo nuevo: la esperanza de sanar.
—Quizá si escribo todo esto, podré entenderme mejor —murmuró en voz baja, como hablando con alguien que ya no estaba ahí.
La libreta comenzó a llenarse de cartas, cartas que no tenían destinatario oficial, pero que eran testimonio de su lucha interna. Cartas que hablaban de amor, de dolor, de arrepentimientos, de promesas rotas, y de la valentía que necesitaba para seguir adelante.
En una de ellas escribió:
Hoy me prometí que voy a buscarme, que voy a aprender a quererme sin miedo. Que aunque duela, merezco paz y respeto. Que no quiero más noches con lágrimas que queman el alma.
Mientras escribía, una sensación extraña la invadía: por primera vez en mucho tiempo, se sentía un poco más libre.
Elena no sabía cuánto tiempo pasó desde que comenzó a escribir. La tarde cayó y la luz de la ventana se volvió dorada y cálida, como si el día mismo le diera una señal de aliento.
Al cerrar la libreta, supo que esas palabras serían su refugio, su voz cuando el silencio y la soledad fueran demasiado pesados.
Y así, carta tras carta, poco a poco, Elena empezó a reconstruirse.