Elena caminaba por el parque cercano a su departamento, intentando despejar la mente. Aún sentía el peso de la noche anterior, pero sabía que no podía quedarse atrapada en ese lugar oscuro.
Mientras el viento acariciaba su rostro, recordó el mensaje de su amiga Clara, que la había invitado a salir para distraerse un poco.
—Elena, tienes que salir un rato, despejarte. No puedes quedarte encerrada con esos fantasmas —le había dicho Clara con voz firme, pero cariñosa—. Te prometo que esta noche será diferente.
Elena aceptó, aunque con el corazón pesado. Quería creer que podía ser así, que podía empezar a respirar de nuevo.
De regreso en su departamento, mientras se preparaba para salir, tomó nuevamente la libreta y escribió otra carta:
Querida yo, hoy fue un día extraño. Quise salir, respirar aire distinto, pero aún siento que llevo una sombra pegada a la piel. Sé que esto es parte del camino, que sanar duele. Que hay que atravesar la tormenta para encontrar el sol. Y aunque a veces quiera rendirme, sé que no estoy sola.
Esa noche, Clara la esperaba con una sonrisa sincera y un plan sencillo: una cena tranquila en un restaurante pequeño, con música suave y risas que intentaban alejar la tristeza.
—¿Cómo estás, Eli? —preguntó Clara mientras le pasaba el menú—. Puedes contarme todo, sin miedo.
Elena respiró profundo y respondió:
—No estoy bien, pero tampoco estoy peor. Solo... necesito tiempo.
—Y lo tendrás. Solo no olvides que mereces ser feliz, que no estás definida por lo que otros hicieron o dejaron de hacer contigo.
Las palabras de Clara fueron un bálsamo. Por primera vez en semanas, Elena sintió que la luz podía entrar por una rendija en la oscuridad.
Esa noche, mientras caminaba de regreso a casa, entendió que el amor propio sería su mejor refugio, y que cada carta que escribía era un paso hacia la libertad.