Brando no era un hombre común. Tenía manos curtidas por el trabajo y ojos que habían visto más de lo que hubieran querido. En su pequeño terreno a la orilla del lago Tenef, vivía con su familia y con su amigo más fiel: Brako, un perro de pelaje oscuro y mirada noble. No era un simple perro; era guardián, compañero, centinela. Más que eso, era familia.
Brako no solo cuidaba el hogar, cuidaba a Brando. Lo seguía a todas partes, lo protegía del peligro y le daba paz en medio de sus días más duros. Cuando las noches se tornaban silenciosas y el viento golpeaba las ventanas, Brako estaba ahí, vigilando, ladrando al mínimo ruido, asegurándose de que nada malo pasara.
Pero no todos miraban con buenos ojos esa fidelidad.
Kaifa, un vecino distante, envidiaba a Brando desde hace muchos años. Su vida era vacía, su casa solitaria, y ver la seguridad que Brando tenía en su hogar, gracias a Brako, le carcomía el alma. Una noche, cegado por la envidia y el resentimiento, decidió arrebatarle aquello que más valoraba.
Bajo un cielo oscuro y sin luna, Kaifa cruzó el terreno de Brando. Brako, confiado, no ladró. Lo conocía, no lo vio como amenaza. Un error. Kaifa lanzó un trapo impregnado de un líquido extraño, y en cuestión de minutos, Brako cayó inconsciente. Lo cargó hasta una barca escondida y se lo llevó al otro lado del lago Tenef, un lugar donde nadie se atrevía a ir, donde las aguas devoraban embarcaciones y los vientos partían los cielos.
Al amanecer, Brando buscó a Brako como cada día. Pero el silencio era diferente. No había ladridos. No había pasos. Brako no estaba.
Pasaron los días, luego semanas. Brando lo buscó entre lágrimas, recorriendo cada rincón, preguntando, ofreciendo recompensas. Nada. Su corazón se quebraba lentamente.
Hasta que un rumor llegó. Un pescador lo había visto, o creía haberlo hecho. Un hombre con un perro oscuro, cruzando el lago, esa noche. Brando no podía creerlo, pero algo dentro de él se encendió.
Y cuando finalmente descubrió que fue Kaifa quien se lo llevó, su alma se llenó de una mezcla de dolor, ira y determinación. Pero había un problema: no tenía barca. No tenía cómo cruzar. Y ningún hombre se atrevía a prestarle una. Ese lago era peligroso. Muchos habían muerto en él.
Brando se sentó frente al agua, sus lágrimas cayendo al lago, su corazón herido, pero su espíritu... su espíritu no se rendía.
Miró al cielo y murmuró:
—Si nadie me presta una barca, la construiré yo. Y aunque se hunda… cruzaré.
FIN DEL CAPÍTULO 1
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Editado: 02.04.2025