Querido A.,
Hoy caminé por la calle Corrientes. No sé por qué lo hago, no sé qué espero encontrar. Los mismos teatros con sus marquesinas brillantes, las librerías con el olor a papel viejo, el gentío caminando sin mirar a nadie. Es como si la ciudad no supiera que faltás. Como si todo siguiera igual, excepto yo.
Pasé frente a la pizzería donde solíamos ir después de ver alguna obra barata. ¿Te acordás? Pedíamos una muzza al molde y una cerveza compartida, aunque vos nunca tomabas más de dos tragos y yo terminaba tomando el resto. Siempre decías que la pizza de Corrientes tenía algo que ninguna otra tenía. Nunca supimos qué era. Tal vez era el hambre de la noche, tal vez era la felicidad de estar juntos.
Pero la imagen que más se me vino a la cabeza hoy fue la de aquella noche de lluvia. Salíamos de ver una obra de teatro que nos decepcionó y la ciudad nos recibió con un aguacero que parecía querer tragarnos. Corrimos sin rumbo, buscando refugio, y terminamos metiéndonos en un café chiquito, de esos de otra época, con sillas de madera gastadas y luces amarillas. Estábamos empapados, riéndonos como locos, y vos te sacaste la campera y me la diste porque yo no paraba de temblar.
Esa noche hablamos como si fuéramos los únicos dos seres en el mundo. Nos prometimos cosas que nunca pudimos cumplir. Vos dijiste que algún día nos iríamos de viaje juntos, que recorreríamos ciudades desconocidas, que escribiríamos nuestras historias en bares de otros idiomas. Yo te creí.
Y ahora estoy acá, sola en Corrientes, buscando a los fantasmas de lo que fuimos. Tal vez sigo viniendo porque en algún rincón de esta calle todavía nos veo. Tal vez hay una versión de nosotros dos que nunca se separó, que todavía corre bajo la lluvia y entra en ese café a reírse del destino.
Si algún día volvés, encontrame en esa esquina, con el olor a pizza en el aire y las luces de los teatros iluminando la vereda.
Siempre tuya,
E.