Buenos Aires, ciudad de adoquines y despedidas

Querido A.,

Hoy caminé por San Telmo. No sé qué busco cuando vengo acá. Tal vez un rastro de vos, una sombra doblando una esquina, un reflejo tuyo en las vitrinas antiguas. Tal vez la absurda esperanza de que el pasado sea más fuerte que la distancia.

Me perdí entre los puestos de la feria, como hacíamos antes. Recorrí las mismas mesas llenas de relojes oxidados, de cámaras viejas que ya no sacan fotos, de cartas amarillentas que alguien escribió hace décadas. Me pregunto si en algún rincón hay una carta tuya, extraviada en el tiempo, esperando a que la encuentre.

Pasé por el mercado, ese donde decíamos que los objetos tenían memoria. ¿Te acordás del hombre que nos vendió aquel libro de poesía de Borges? Nos dijo que perteneció a una mujer que solía leerlo en la plaza, siempre en la misma banca, como si esperara a alguien que nunca llegó. Nos miramos en silencio, porque la historia nos golpeó en el pecho. “Así no vamos a terminar, ¿no?“, preguntaste con media sonrisa. Yo te aseguré que no.

Mirá en lo que nos convertimos.

Frente a la plaza Dorrego, los bailarines de tango siguen ahí. Siempre me fascinó cómo se mueven, como si el cuerpo supiera algo que la mente no. Vos decías que el tango era pura nostalgia, que la gente lo bailaba porque tenía algo roto por dentro. Yo te respondía que vos no sabías nada de tangos, pero en el fondo tenías razón.

Me quedé un rato mirando. Entre la gente, había una pareja mayor, de esas que bailan como si llevaran siglos juntos. Se movían con una lentitud precisa, como si el tiempo les debiera algo. Vi en ellos algo que me dolió: lo que podríamos haber sido.

San Telmo es un museo de lo que fuimos. Cada rincón guarda una escena, una risa, una promesa rota. Cuando me fui, caminé despacio, como si despedirme del barrio fuera despedirme de vos otra vez.

No sé por qué te sigo escribiendo. Tal vez porque las palabras son lo único que me queda de vos.

Siempre tuya,

E.