Querido A.,
Recoleta siempre me pareció un barrio suspendido en el tiempo. Caminar por sus calles es como entrar en un viejo libro de historia: los palacios franceses, los árboles centenarios, las farolas antiguas que iluminan más recuerdos que veredas. Hoy volví a perderme entre sus plazas, como solíamos hacer cuando éramos chicos, cuando todavía no sabíamos lo que era la distancia ni el peso de la ausencia.
Me senté en un banco frente a la Iglesia del Pilar. Recordé la vez que vinimos de noche, después de recorrer la feria de artesanos. Nos quedamos charlando hasta que la luna se reflejaba en las cúpulas blancas. Me hablaste de las historias que guardaba este lugar, de los fantasmas que, según vos, se escondían entre los mausoleos del cementerio. Me reí de tus cuentos, pero secretamente me gustaba escucharte inventar leyendas.
Hoy caminé por el cementerio sin apuro. Es un museo de mármol y silencio, un laberinto donde el pasado nunca termina de irse. Me detuve frente a una tumba en particular: la de una mujer que murió joven, con su escultura llorando sobre la piedra. Cuántas promesas habrán quedado enterradas bajo estas lápidas, cuántas cartas jamás enviadas.
Me acordé de una conversación que tuvimos aquella noche, apoyados contra una de esas rejas oxidadas. “¿Qué pasará cuando muramos?“, preguntaste. Yo, que nunca supe qué responderte, me encogí de hombros. “Tal vez nos convirtamos en recuerdos”, dije. Vos sonreíste con tristeza. “O tal vez quedemos atrapados en los lugares donde fuimos felices”.
Si eso es cierto, sé que vos todavía estás acá.
Después de un rato, seguí caminando hasta el café La Biela. Me senté en una mesa junto a los árboles inmensos de la plaza. Pedí un café y dejé que la tarde pasara lenta, escuchando el murmullo de la ciudad. Te busqué en los rostros de la gente, en los libros que leían los solitarios, en las parejas que compartían un silencio cómodo.
El mozo me trajo el café con la misma cortesía de siempre. Me pregunto cuántas veces habremos venido acá juntos. Perdés la cuenta de esas cosas, ¿no? De los días felices, de los pequeños rituales. Hasta que un día, cuando la vida se encarga de alejar a la gente que uno ama, esos recuerdos se convierten en un ancla que no te deja moverte.
No sé cuánto tiempo me quedé ahí. Quizás fueron minutos, quizás horas. Vi cómo la luz de la tarde se volvía dorada y los turistas sacaban fotos a las estatuas inmóviles, como si pudieran atrapar la historia en un clic. Vi a un hombre mayor, solo, leyendo un libro de Borges con la mirada absorta, y me pregunté si algún día yo también me sentaría en este mismo lugar, años después, con el mismo aire de nostalgia pegado a la piel.
A veces me pregunto si pensás en estos lugares tanto como yo. Si cuando caminás por las calles de tu ciudad, donde sea que estés, alguna esquina te devuelve mi risa. Si alguna vez, en medio de una conversación cualquiera, te sorprende la memoria de mi voz.
Recoleta sigue igual, A. Todo sigue igual, excepto nosotros.
Siempre tuya,
E.