Querido A.,
Hoy volví a Olivos. No sé si es por costumbre o masoquismo, pero a veces tengo la necesidad de caminar por los lugares donde fuimos felices, como si al recorrerlos pudiera volver a vivirlos.
El río estaba tan calmo que parecía un espejo, pero vos y yo sabemos que es una trampa. Nos confiamos demasiadas veces en su aparente tranquilidad, solo para terminar empapados, víctimas de nuestra propia torpeza. ¿Te acordás del día en que nos propusimos meternos hasta las rodillas en la orilla? Yo fui la primera en resbalarme con las piedras, y vos, en lugar de ayudarme, te reíste tanto que perdiste el equilibrio y terminaste cayendo encima mío. Nos arrastró una ola ridícula de agua marrón y algas, y cuando finalmente logramos ponernos de pie, estábamos hechos un desastre. Te sacaste la remera empapada y dijiste con toda la seriedad del mundo: “así es como mueren los grandes exploradores”.
Me acuerdo que esa vez terminamos en una parrilla improvisada, comiendo una bondiola gigantesca con la ropa todavía húmeda. Nos reímos tanto que la gente en las mesas de al lado nos miraba raro. Había un tipo con un perro que no nos sacaba los ojos de encima, probablemente esperando que se nos cayera un pedazo de pan. “Cuando seamos viejos y sigamos viniendo a Olivos”, me dijiste con la boca llena, “quiero que ese perro reencarnado nos siga esperando por si acaso”.
Me pregunto si ese deseo seguirá en pie, aunque ya no compartamos mesas ni carcajadas.
Olivos tiene esa cosa rara, ¿viste? No es tan bullicioso como Palermo, ni tan solemne como Recoleta. Es un lugar que no se apura, que se deja estar, que mira el agua y suspira. Creo que por eso siempre nos gustó venir acá. Porque era como un pacto de tregua entre nosotros y el mundo.
Hoy, cuando me senté en el muelle con un café en la mano, sentí que la ciudad me abrazaba con su brisa, como si el río supiera que me hacías falta. Vi un par de chicos peleando con sus bicicletas, intentando hacer equilibrio sin soltar el manubrio. Me recordaron a nosotros dos, cuando nos pasábamos tardes enteras tratando de ver quién podía andar sin manos por más tiempo. Nunca te lo dije, pero hacía trampa. Cada vez que vos mirabas para otro lado, volvía a agarrar el manubrio disimuladamente. Supongo que es demasiado tarde para que me retes.
A veces pienso que la vida es eso, ¿no? Un montón de recuerdos tontos que nos atan a la gente que amamos. Olivos no sería lo mismo sin vos. Y sin embargo, sigue acá, igual que siempre, igual que yo.
Ojalá estés riéndote en alguna parte, A.
Siempre tuya,
E.