El amor... esa palabra tan pequeña y a la vez tan inmensa. Qué curioso es cómo una sola palabra puede abarcar tanto: las miradas furtivas que nunca se cruzaron, los abrazos que se dieron hasta quedarse sin aliento, las palabras que quedaron en el aire, atrapadas entre el miedo y el orgullo.
Amor. ¿Qué es, realmente? Algunos dirán que es un sentimiento, otros, que es un compromiso, un acto, una elección. Pero para mí, el amor es todas esas cosas y ninguna a la vez. Es como el agua: toma la forma del recipiente que lo contiene, se adapta, fluye, a veces calma, otras arrasa como un río desbordado.
Pienso en los amores que pasaron. Esos que fueron fugaces, como estrellas que atraviesan el cielo, dejando un destello que se apaga demasiado rápido. Algunos fueron como tormentas de verano: intensos, inesperados, pero que desaparecieron antes de que pudiera entenderlos. Otros, como brasas que se apagaron lentamente, dejando un calor que aún, de vez en cuando, siento en mi pecho.
¿Y los que nunca dije? Esos son los que más me persiguen. Las palabras que no pronuncié, las miradas que no sostuve, los "te quiero" que se ahogaron en mi garganta. Hay un dolor especial en el amor no dicho, en los momentos en los que el miedo, la duda o la certeza de que no sería correspondido me detuvieron.
Me pregunto qué habría pasado si hubiera sido valiente, si hubiera tomado la mano que quería tomar, si hubiera hablado cuando tenía el corazón lleno de palabras. Pero esos amores no fueron menos reales por no haber sido declarados. A veces, los amores no dichos son los más intensos, porque viven en el territorio de lo posible, en un lugar donde nunca fueron heridos por la realidad.
Y luego están los amores cotidianos, los que se construyen con actos pequeños y constantes: una taza de café preparada por la mañana, una sonrisa al final de un día largo, una mano que aprieta la tuya en silencio. Esos amores son los que sustentan la vida, los que nos recuerdan que el amor no siempre necesita grandes gestos, sino presencia, constancia, cuidado.
Hay amores que se dicen todos los días, no con palabras, sino con acciones. Porque amar no siempre es decir "te amo". A veces es escuchar, ceder, compartir el último trozo de pastel aunque lo querías para ti. Es estar ahí, incluso cuando no es fácil, incluso cuando duele.
El amor tiene tantas formas. Hay amores que arden como un incendio, que nos consumen por completo, dejándonos transformados, irreconocibles. Y hay amores que son como un faro en medio de la tormenta, que no prometen ser eternos, pero que iluminan justo cuando más lo necesitamos.
Pero, ¿qué hay de los amores que vendrán? A veces me pregunto si ya los he conocido, si están escondidos en alguien que veo todos los días pero que aún no reconozco como un amor. O tal vez están en el futuro, en un lugar que aún no he visitado, en una persona que aún no he encontrado.
Pensar en los amores que vendrán es un acto de fe, porque el amor siempre es un salto al vacío. Nunca sabemos si nos atrapará o si caeremos al suelo. Pero lo seguimos buscando, porque no podemos evitarlo. Porque amar es parte de lo que somos, incluso cuando el amor nos ha herido, incluso cuando tememos volver a abrirnos.
También pienso en los amores que cambiaron. Porque el amor no siempre muere; a veces se transforma. Un amigo que se convierte en amante, un amante que se convierte en un extraño, un extraño que alguna vez fue el centro de tu universo. El amor tiene esa capacidad de mutar, de adaptarse al tiempo, a las circunstancias, a nuestras propias transformaciones.
Y, sin embargo, a pesar de todo, seguimos creyendo en el amor. A pesar de los corazones rotos, de las despedidas, de las palabras dichas y no dichas, seguimos buscando. Porque, al final, ¿qué sería la vida sin amor? No hablo solo del amor romántico, sino del amor en todas sus formas: el amor por un amigo, por un hermano, por un hijo, por un padre o una madre... por uno mismo.
El amor nos mueve, nos define, nos recuerda que somos humanos. Nos hace vulnerables, sí, pero también nos da una fuerza que nada más puede darnos. Porque amar es ser valiente. Es abrirse al dolor, al rechazo, a la pérdida, pero también a la posibilidad de algo maravilloso.
A veces, el amor es sencillo. Un "buenos días", un mensaje inesperado, una risa compartida. Otras veces, el amor es complicado, lleno de contradicciones, de silencios, de dudas. Pero incluso en su forma más difícil, el amor sigue siendo un regalo.
Quizás, al final, lo importante no es cuántos amores tuvimos, sino cuánto fuimos capaces de amar. No cuánto tiempo duraron, sino cuánto nos atrevimos a entregarnos, a dejarnos transformar, a ser vulnerables.
Porque, aunque los amores pasen, aunque algunos se queden en el camino, aunque otros nunca lleguen a ser, el amor en sí mismo es lo que nos da sentido. Es lo que nos conecta, lo que nos hace mirar a alguien y ver en sus ojos algo más grande que nosotros mismos.
Así que aquí estoy, pensando en los amores que fueron, en los que serán, en los que nunca dije y en los que digo todos los días. Y, mientras lo hago, me doy cuenta de algo: no importa cuánto tiempo pase, no importa cuántas veces el amor me encuentre o me pierda, siempre estaré dispuesto a amar otra vez. Porque el amor, con todas sus imperfecciones, sigue siendo lo más cercano que tenemos a la eternidad.