Autentic Letters: Reflexiones Bajo la Lluvia

El Tiempo

El tiempo. Esa corriente invisible que fluye sin detenerse, llevándose todo lo que toca. ¿Alguna vez te has detenido a pensar en lo extraño que es? No podemos verlo, no podemos tocarlo, pero lo sentimos en todo lo que somos. En las arrugas que empiezan a dibujarse en un rostro, en la voz de un niño que un día ya no es tan infantil, en los objetos que se desgastan lentamente como si también respiraran su propia mortalidad.

El tiempo avanza, indiferente a nuestros deseos de detenerlo. No pide permiso, no se disculpa. Es un maestro cruel y justo a la vez, porque no hace excepciones. Todos estamos sujetos a su inquebrantable marcha, desde el más poderoso hasta el más humilde. Y, sin embargo, pasamos gran parte de nuestra vida tratando de ignorarlo, como si al no pensar en él pudiéramos escapar de su abrazo.

Recuerdo cómo el tiempo parecía infinito cuando era niño. Los veranos eran eternos, las tardes duraban siglos, y las horas estaban llenas de una magia indescriptible. Pero, en algún momento, las cosas cambiaron. No sé exactamente cuándo sucedió, pero el tiempo comenzó a acelerarse. Los días se hicieron más cortos, los meses pasaron en un abrir y cerrar de ojos, y los años comenzaron a desvanecerse como si nunca hubieran existido.

¿Por qué sentimos que el tiempo corre más rápido a medida que envejecemos? Tal vez sea porque dejamos de vivir con asombro, porque nuestras vidas se llenan de rutinas y responsabilidades que nos hacen olvidar lo que significa estar realmente presentes. De niños, todo era nuevo, todo era un descubrimiento. Pero, con los años, empezamos a vivir en piloto automático, y el tiempo, en su eterno avance, se convierte en un borrón que apenas notamos.

El tiempo, en su esencia, es un recordatorio constante de nuestra fragilidad. Nos muestra que nada dura para siempre, que todo lo que amamos, todo lo que construimos, eventualmente será reclamado por su paso. Y aunque eso puede sonar desolador, también tiene una belleza profunda. Porque, si el tiempo fuera infinito, si todo durara para siempre, ¿realmente valoraríamos algo?

Es precisamente porque sabemos que el tiempo es limitado que aprendemos a apreciar los momentos fugaces: el calor de un abrazo, el brillo en los ojos de alguien que amamos, el susurro del viento en un día de otoño. Esos pequeños instantes son los que le dan sentido a la vida, y el tiempo, con toda su implacable inevitabilidad, es lo que les da valor.

Pero el tiempo también es un ladrón. Nos roba sin que nos demos cuenta. Nos roba nuestra juventud, nuestras fuerzas, nuestros sueños no cumplidos. Y, a veces, nos roba cosas que no estamos preparados para perder: a las personas que amamos, los lugares que considerábamos eternos, las versiones de nosotros mismos que dejamos atrás.

Es extraño, ¿no? Cómo el tiempo puede sentirse tan diferente según cómo lo vivamos. Hay días que parecen interminables, momentos que se alargan como si el mundo hubiera dejado de girar. Y luego están esos años que se escapan entre los dedos como arena, dejándonos preguntándonos dónde se han ido.

A menudo me pregunto por qué nos obsesionamos tanto con el tiempo. Miramos el reloj constantemente, planificamos nuestras vidas al minuto, tememos perderlo. Pero, al hacerlo, nos olvidamos de algo esencial: no podemos poseer el tiempo. No podemos atraparlo, ni guardarlo, ni detenerlo. El tiempo simplemente es.

Tal vez deberíamos aprender a verlo de otra manera. No como un enemigo que nos persigue, ni como un recurso que debemos gestionar, sino como un compañero que camina a nuestro lado. Un compañero que nos recuerda que cada día, cada hora, es un regalo que no se repetirá.

Sin embargo, hay algo profundamente humano en nuestra relación con el tiempo: la nostalgia. Nos aferramos al pasado como si fuera un refugio, como si los días que ya no están fueran más reales que el presente. Revivimos recuerdos una y otra vez, buscando en ellos consuelo, respuestas, o simplemente una conexión con quienes fuimos. Pero el pasado, por más que lo deseemos, es inalcanzable. Es como una sombra que nunca podemos tocar, un eco que se desvanece cada vez que intentamos atraparlo.

Y luego está el futuro, ese territorio desconocido que nos llena de esperanza y temor a partes iguales. Pasamos tanto tiempo planeándolo, soñándolo, temiéndolo, que olvidamos que no existe. Al menos, no todavía. El futuro es solo una posibilidad, una promesa que puede cumplirse o no. Y, mientras nos preocupamos por lo que vendrá, el presente sigue pasando, invisible, ignorado.

Quizás esa sea la mayor lección que el tiempo intenta enseñarnos: que lo único que realmente tenemos es este instante, aquí y ahora. No el pasado, no el futuro, sino este momento fugaz que, antes de que nos demos cuenta, también será un recuerdo.

Pero, ¿qué hacemos con ese conocimiento? ¿Cómo aprendemos a vivir plenamente cuando sabemos que todo, incluso nosotros mismos, es temporal? Creo que la respuesta no está en intentar detener el tiempo, sino en aprender a bailar con él. A aceptar su ritmo, su fluidez, su inevitabilidad.

Porque, al final, el tiempo no es nuestro enemigo. Es el lienzo sobre el cual pintamos nuestras vidas, el telar en el que tejemos nuestras historias. Y aunque su paso nos aterre, también nos da algo invaluable: la oportunidad de ser, de amar, de crear, de vivir.

El tiempo nos da la vida, pero también nos la quita. Nos enseña que todo tiene un principio y un final, pero que, entre ambos, hay un infinito de posibilidades. Nos muestra que cada segundo cuenta, no porque podamos detenerlo, sino porque podemos llenarlo de significado.

Así que, mientras el reloj sigue su marcha imparable, tal vez sea hora de dejar de obsesionarnos con él. Tal vez sea hora de mirar más allá de los números y las agujas, y empezar a valorar lo que realmente importa: las personas que amamos, los sueños que perseguimos, los momentos que vivimos. Porque, aunque el tiempo no nos pertenezca, siempre podemos decidir cómo lo usamos.



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En el texto hay: estrellas, amor, muerte

Editado: 21.01.2025

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