La lluvia cesó con la llegada del nuevo día, pero un aire denso permanecía suspendido sobre el bosque, como si el mundo contuviera la respiración. La cabaña era ahora un santuario, un refugio oculto y a la vez sagrado, donde latía una nueva vida que no pertenecía ni solo a la tierra ni solo al cielo.
Azrael despertó antes que Isabella, observando la silueta de su amada dormida. La forma en que sus manos descansaban sobre su vientre le arrancaba algo que jamás pensó posible sentir: una ternura serena, visceral, protectora.
Sabía que cada minuto contaba. No porque temiera por el niño, sino porque ya podía percibir cómo el universo se reajustaba. La criatura en el vientre de Isabella no era un simple milagro. Era una nueva manifestación del equilibrio. Y eso… siempre provocaba resistencia.
—¿Qué estás pensando? —murmuró Isabella, con voz adormecida.
—En él —respondió Azrael, sin dejar de mirar su abdomen—. En lo que significará su existencia. En todo lo que viene.
—¿Tienes miedo?
Azrael la miró. —Sí. Pero no por mí. Ni siquiera por ti. Tengo miedo de lo que intentarán hacerle… antes de que siquiera respire por primera vez.
Isabella se incorporó, tomando su rostro entre las manos.
—Entonces debemos prepararnos. No huir, no escondernos. Prepararnos.
Azrael asintió. Y en ese instante, supo que no estaba solo en esta lucha. No más.
Mientras tanto, en los márgenes del plano espiritual, Sariel no descansaba. Observaba cada movimiento de Azrael, cada pulso en el vientre de Isabella, cada brizna de destino que se inclinaba hacia el niño.
—El Lumen no debe nacer —murmuró, rodeado de sombras—. Si lo hace, la guerra no será nuestra. El equilibrio dejará de existir… y el libre albedrío, tan sagrado para Él, se desvanecerá.
Una figura emergió de la penumbra. No era ángel ni demonio. Era antiguo, de otra era, un custodio olvidado del caos.
—Entonces dame el permiso —dijo aquella entidad—. Deja que lo marque antes de que nazca. Que su alma se corrompa incluso antes de ver la luz.
Sariel dudó. Sabía que corromper al Lumen implicaba una guerra abierta. Pero también sabía que permitir su pureza significaba su fin.
—Hazlo —susurró finalmente—. Pero no lo toques. Solo… siembra la duda.
Esa noche, mientras Isabella dormía profundamente, su cuerpo se agitó. Azrael sintió la perturbación en su energía antes de que sus ojos se abrieran.
Isabella gritó, pero no de dolor, sino de algo más profundo. Algo que se desgarraba en su alma.
Azrael la sostuvo.
—¿Qué ves? —preguntó.
—No lo sé… pero había un rostro… ojos oscuros… y una marca —dijo ella, jadeando—. No era una pesadilla. Era una advertencia.
Azrael examinó su vientre, y en su piel suave, por un instante apenas visible, apareció un símbolo brillante, circular, de origen antiguo. Una runa que él reconocía.
—La Marca de Odran —susurró.
—¿Qué es eso?
—Una maldición. Pero no funciona como un veneno. Es más sutil. Intenta enredar la esencia del alma antes de que esta despierte. La confunde… la contamina con miedo, con rabia, con dudas.
—¿Puede dañarlo?
Azrael la miró, con una mezcla de tristeza y firmeza.
—Solo si lo dejamos crecer en oscuridad.
A la mañana siguiente, Elías llegó a la cabaña con nuevas escrituras, esta vez traídas de un templo antiguo en ruinas. Con él, venía una anciana que caminaba apoyada en un bastón de madera viva. Sus ojos eran blancos, pero su mirada atravesaba las capas del mundo.
—Ella es Maire —dijo Elías—. Es una de las Guardianas del Nombre. Dicen que puede leer el alma de los no nacidos… y otorgarles su verdadero nombre.
Maire tocó el vientre de Isabella con suavidad.
—Este niño… será la chispa y la espada —dijo, con voz ronca—. Su alma canta con la frecuencia del alba. Y su nombre ya existe. Lo escuché en el viento esta mañana.
—¿Cuál es? —preguntó Isabella, tomando la mano de Azrael con fuerza.
—Se llamará Kael. El que nace entre mundos.
Azrael cerró los ojos. Kael. Sintió que el nombre vibraba dentro de él como una verdad innegable.
—A partir de hoy, no lo llamaremos “el niño” —dijo, mirando a Isabella con una resolución renovada—. Su nombre es Kael. Y nadie lo corromperá.
Pero mientras en la cabaña celebraban el nombre, en las sombras del plano medio, algo comenzó a agrietarse. No fue un ruido. Fue un cambio de atmósfera, una apertura.
Alguien —o algo— había escuchado ese nombre. Y ahora, tenía una dirección.
Un nuevo enemigo se acercaba.