Las gotas de lluvia me avisaron de antemano. Yo no supe entenderlo.
El constante goteo de afuera llenó mis oídos y me arrebató la voluntad de levantarme de la cama. El tono gris del cielo me dio una extraña sensación de nostalgia combinada con tristeza.
Aún podía recordar esa mañana. No fui a clases por haber contraído una enfermedad que, hasta entonces, me era desconocida. Recodé las constantes mañanas en las que mi madre solía acompañarme, como si en cualquiera momento pudiera morir de una fiebre, una alta como ese cariño que tenía por mí.
El vacío en mi pecho era un sentimiento que, sin saberlo, ya me había acompañado desde mi niñez y este día lo hacía más claro, pero hubiera deseado hablar parte de esto con ella, antes de que se fuera para siempre.
Sin deseo de levantarme y con los ojos más pesados que esos días sin ella, solo suspiré y regresé a la cama de nuevo. Era como esas veces, esas en las que ella solía decirme: “Lo que quiero es tomar té. Porque así, me duermo. Tan suave fue tomar té, que todo el tiempo quiero estar tomando té… tomándote”.
Aunque fuera de su canción favorita, no podía evitar sentir que mis ojos se humedecían con tan solo escucharla. Era tan suyo que simplemente creía que era algo que le salía de su corazón. Hubiera deseado haberlo guardado en el mío también.
Dolía como a una daga dulce y afiliada, pero no me importaba cargarla si con eso podía estar con ella.
Di una vuelta en la cama. Una lágrima descendió sin aviso por mi mejilla. Mi mirada se quedó puesta en la puerta, como si eso me bloqueara el ruido de afuera.
Ya no era que no quería salir de la cama por simple pereza, sino que realmente quería seguir viviendo ese sueño del que ya había tenido que despertar.
Escuché pasos detrás de la puerta. Ni siquiera me atreví a taparme.
Mi mita abrió y dejó entrar un frío que apenas sentí correr por mi piel. Venía con esa sonrisa suya, la de siempre… pero se fue cuando cruzamos miradas.
—¿Te pasó algo, hijito?
Se agachó a mi altura. Limpié algunas de mis lágrimas, pero el ardor y nudo en mi garganta no había desaparecido.
—Volví a recordar aquel día…
No respondió. Me miró para ver si yo hacía algo.
Nada.
Ella se levantó y salió del cuarto. No hubo palabras, pero yo sabía que no era por dejarme tirado en la cama.
Me levanté. Sentí que el peso del mundo recayó sobre mis hombros, pero lo alejé con un suspiro.
No noté cuando el agua sobre mi rostro me quitó el sueño. Seguí la rutina mientras alcanzaba a olfatear un olor que se metía por las gotas.
Después de cambiarme y desayunar, me quedé sentado de nuevo en la mesa. Apenas escuché murmullos de mi mita al fondo de la cocina y no hubo nada más que el sonido de un teléfono colgado cuando ella se apareció con una sombrilla.
—Iré a hacer unos mandados. No hagas ninguna locura, ¿está bien?
—¿No es peligroso que vaya usted sola?
—Estaré bien. La lluvia ya bajó un poco. Dejaré que puedas pensar un poco.
Clavó su mirada en mí cuando suspiré y asentí. La volteé a ver con ojos cansados a pesar de que su mirada me quería transmitir un “estarás bien”. Era algo que no quise aceptar.
La puerta se cerró con un golpe húmedo.
Las luces tambaleaban y daban su brillo blanco que iluminaba mi rostro. Me coloqué una chaqueta cuando sentí que el frío empezaba a ser insoportable.
Me desvié a la ventana antes de cerrarla.
Hoy no podré verla…
Me acosté en el piso y cerré los ojos. Sentí como si las gotas cayeran sobre mi cuerpo. Me relajé hasta sentir que la humedad me envolvía como a un manto. Mi corazón solo supo acelerarse.
El reloj pareció congelarse como la lluvia de afuera. Escuchaba su caer, su golpeteo contra el techo, pero nunca su final.
Me levanté, pero mi cuerpo pesaba como si estuviera atado a unas cadenas.
Giré hacia el cuarto y logré ver el reflejo de mi celular. Era algo simple, pero algo me revolvió el estómago cuando pensé en mi papá.
No era que hubiese olvidado lo que hizo, como intentó mentir cuando mi madre ya no estaba entre nosotros.
Por primera vez, confié demasiado.
El sonido del teléfono vibró cuando marqué a su número. Mi corazón y mi respiración fueron subiendo tan rápido que parecía intentar salirse.
Cuando contestó, ninguno de los dos habló primero. Fue un silencio pausado. Ninguno sabía qué decir, pero sentí que debía ser yo.
—Hola, papá. ¿Está… todo bien en la casa?
Escuché como se acomodó la garganta. Podía imaginar que tenía esa sonrisa tonta.
—Sí, hijo, ¿todo bien por allá? ¿No has agarrado algún resfriado?
Tragué saliva. Empecé a apretar con fuerza el celular y mis manos tambalearon. Respiré hondo. Mi suspiro tambaleó
—Todo bien… solo quería llamarte para decirte algo.
Un cojín se escuchó por la llamada. Paso solo un segundo antes de que dijera:
—¿Pasa algo?
—Es sobre… mamá.
Escuché que su respiración se cortó. No dijo nada más, pero ligeros golpeteos contra algo se alcanzaron a escuchar.
Recordé esos momentos en donde solía reírse por cualquier cosa, cuando sus miradas transmitían un amor que no igualaba a ese rencor. Quizás no lo hubo, solo silencio.
Sentí un nudo en la garganta que no se deshacía, pero me obligué a hablar.
—Solía pensar que quizás… nunca la quisiste. —Mi voz se quebró. Se redujo a nada más que a un murmullo. —Hacías bromas cada vez que me mirabas llorar por ella aunque yo no quería escucharlas. Y… llegué a odiarte… pero creo que entendí un poco mejor.
Las lágrimas había empezado a caer. Escuché las de él, pero debía seguir. Fue como recordar aquella sonrisa de ella que me animaba a seguir viviendo. Una sonrisa que la guardaba como si fuera una reliquia.
—Perdón… perdón por haberte juzgado mal cuando solo querías verme feliz. —Cuando me cargó en sus brazos, cuando me hacía creer que no existía nada más… — Mamá ya no está… pero quiero pensar que aún te tengo a ti, papá.