Bailemos en la oscuridad

1

Cecilia

Alexander Price era un hombre especial. Solo a él se le ocurriría llegar tarde a la comida de presentación de su propia boda.

Cuidé mis pasos en el restaurante hasta llegar a la sala de espera. Necesitaba unos instantes para recomponerme de la sobrecarga de sensaciones. Además, había demasiado ruido y personas a mi alrededor, lo que desbalanceaba mi concentración. Levanté las temblorosas manos hacia las mejillas y me di pequeños golpes sobre los ojos con cuidado de no arruinarme el maquillaje. Respiré profundo para serenarme, pues no existía motivo para comportarse así. Me había enfrentado a ese tipo de situaciones en incontables ocasiones. Tal vez mi sobrerreacción era porque Alex no estaba junto a mí.

—Adiós, Cecilia.

Reconocí el tono monótono en la voz de la señora Price y levanté la mano para despedirme. Comprendía a la perfección por qué decidió retirarse. Una vez más me pregunté por qué Alex tardaba tanto.

Alex estaba ausente porque cuando estábamos en mitad del ensayo de boda —en la Basílica de Notre-Dame, en Ottawa—, recibimos una llamada de la pista de patinaje sobre hielo, nuestro lugar de trabajo. La donación de patines para niños discapacitados se había adelantado y uno de nosotros debía estar para recibirlos; se suponía que debían entregarlos dos días más tarde. Por más que le repetí que él debía quedarse en el ensayo, insistió en que yo me dirigiera hacia el restaurante y que él recibiría el pedido, ya que no tardaría.

El ensayo fue un éxito. De algún modo encontré la forma de no caerme en el pasillo de la iglesia e Isa, la hermana de Alex, aplaudía y se carcajeaba. Su corazón estaba repleto de felicidad. Para mí, ella era como mi hermana. La chiquilla encontraba la forma de entrar a tu corazón con la alegría y los deseos de vivir que transmitía. Aunque solo tenía doce años, era el terror de su hermano, pues lo manejaba a su antojo. Alex siempre se quejaba, pero existía ese tinte en su voz que delataba lo feliz que lo hacía. Para Isa y para mí, que Alex fuera feliz era lo más importante del mundo.

 

A pesar de que queríamos chillar de la felicidad, ambas nos movimos con elegancia y decoro. Excepto cuando el padre preguntó hasta en cuatro ocasiones si alguien se oponía al enlace, mas todos rieron por la broma y a nadie le importó que nos uniéramos a la algarabía. Sentía la mano de Isa en la mía, contagiándome su alegría. Después nos tomamos fotografías para la prensa, quienes cubrían cada aspecto del evento.

Eso fue hacía tres horas, mientras yo intentaba mantener la sonrisa en mi rostro y soportar la tortura que representaban los zapatos que usaría en la boda. Además, no había estado antes en ese restaurante, lo que exacerbaba mi incomodidad.

Sonreí y suspiré al reconocer los pasos amortiguados pero apresurados. Alex debía estar a menos de un metro de mí porque las notas de limón, albahaca y madera de su exquisito perfume se mezclaban con la cebolla, el ajo y los mariscos del lugar.

El murmullo de las personas, el tintineo de las copas y el choque de las cucharas en los platos se redujo. Mi gesto se amplió, pues el aire a mi alrededor se tornó cálido mientras mis pies se despegaban del suelo y esos brazos familiares y fuertes me rodeaban.

—Soy yo.

A pesar de que en ese instante existía cierto jadeo, como si hubiera corrido para llegar —lo que con probabilidad pasó—, un hormigueo delicioso se apoderó de mi piel ante la voz grave y áspera que siempre lo acompañaba.

—Estás en problemas —dije con mi tono cantarín.

Aún podía oler el hielo en su piel; me resultaba familiar y agradable, pues nuestra vida siempre giró en torno a la pista. Y a pesar de que llevaba traje, no era el apropiado: la tela estaba desgastada y los guantes todavía le cubrían las manos. Una semana antes le escogí uno de lana muy suave al tacto, la camisa era de lino y la corbata tenía un tejido interesante. Debía lucir pulcro y elegante ante todos.

—Me puse los patines. —Me mordí el interior de las mejillas para contener la risa. Para él eso siempre era un error. Lo que se confirmó cuando añadió—: Solo quería dar una vuelta.

Poco a poco me bajó hasta que mis pies tocaron el suelo y él mantuvo las manos sobre mis caderas, con su característica calidez siempre presente. Por instinto lo rodeé con los brazos. Era normal que habláramos así. Y no era que respiráramos el mismo aire, porque existían varios centímetros entre los dos: nuestros brazos estaban extendidos, aunque relajados. Pero era el único instante en que permitía que mis sentidos se relajaran, pues no tenía que ser tan consciente de lo que me rodeaba porque tenía la certeza de que él lo hacía por mí.

Esperé a que se explicara mejor. Sin embargo, se quedó en silencio, algo poco característico de él. No entendía qué sucedía, desde hacía meses parecía retraído, como si ansiara la soledad. Quería que volviera a confiar en mí, que confesara aquello que lo aquejaba. Me negaba a creer que el motivo era la boda. Alex era el mejor compañero del mundo, atento, gracioso. Era un hombre que te tocaba como si fueras a desvanecerte frente a él, pero que tenía la certeza de que eras de acero. Si era sincera conmigo misma, me aterraba. Siempre se teme fallarle a alguien que te tiene en tal alta estima.

Me regañé a mí misma, eran desvaríos. El amor que existía era inmenso, no tenía por qué dudar de él. Quizás solo estaba cansado. Planificar una boda era extenuante.




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